“Ha preferido hacer interpretaciones de orden político, con especial énfasis en guardar las espaldas de quienes protagonizaron actos violatorios de la Constitución”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Ha preferido hacer interpretaciones de orden político, con especial énfasis en guardar las espaldas de quienes protagonizaron actos violatorios de la Constitución”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Óscar Urviola Hani

Debo confesar que después de haber conocido en el proceso competencial iniciado ante el , sobre de la República y la convocatoria de elecciones complementarias, que decidió el presidente el 30 de setiembre, argumentando la denegatoria “fáctica” de la cuestión de confianza, me había resignado a aceptar, con sentido de la realidad, que las posibilidades de obtener una sentencia que declare fundada la demanda y, por consiguiente, inconstitucional la decisión presidencial eran nulas. Esto, a pesar de que no existe norma constitucional que permita la interpretación fáctica de un acto del Congreso, que está sujeto al cumplimiento de formalidades, que de no observarse no solo no dan nacimiento al acto, sino que, por ser de orden público, acarrean la nulidad de puro derecho.

Mi resignación partía de hechos que no se podían dejar de considerar: lo irreversible de la disolución de Congreso –que contó con gran apoyo popular– por el desprestigio que había acumulado, así como la convocatoria de elecciones complementarias del período constitucional 2016-2021, situaciones fácticas –para estar a tono con la palabra de moda– que el TC había convalidado al expedir la resolución que, por mayoría, solicitada por el Congreso para impedir su disolución.

Acompañaban a mi resignación la expectativa, la esperanza y la ilusión de confiar, en un verdadero acto de fe, en el TC como supremo intérprete y guardián del orden constitucional y del sistema democrático, de quien esperaba un pronunciamiento, incluso unánime, sobre la cuestión de confianza, su vinculación a competencias y atribuciones asignadas a otros poderes del Estado, las formalidades para su aprobación o denegatoria, que podían haberse establecido, incluso solo como doctrina jurisprudencial, en los fundamentos.

Mi desilusión no tardó en llegar. El TC ha dictado sentencia luego de haber hecho pública la ponencia, abierto el debate y la votación, que aplaudimos, pero que, en ejercicio del derecho a la crítica de las sentencias, consagrado en el artículo 139 de la Constitución, respetando la autoridad de la cosa juzgada constitucional, no compartimos.

En esta oportunidad, y en especial en este proceso, el TC no podía abdicar de su importante facultad y al mismo tiempo alta responsabilidad de ser guardián del orden constitucional, como su máximo intérprete. Ha preferido hacer interpretaciones de orden político, con especial énfasis en guardar las espaldas de quienes protagonizaron actos violatorios de la Constitución, exagerando al extremo el principio de previsión de consecuencias y el sentido pacificador que deben caracterizar sus decisiones.

Al tener en sus manos este proceso, que es el conducto preciso para salvar las controversias entre los poderes del Estado, el TC ha perdido la oportunidad de mantener una prestigiada y larga trayectoria en defensa del orden constitucional, como también ha perdido la oportunidad de pronunciarse sobre instituciones de nuestro sistema democrático, como la cuestión de confianza, cuyos alcances y formas de interpretar su aprobación o desaprobación era necesario aclarar para acabar con las tensiones que su aplicación ha venido causando entre los dos poderes del Estado en estos últimos años. Tensiones que, a su vez, trajeron consigo consecuencias políticas y económicas negativas, siendo estas últimas las que más repercuten en todos los sectores de la sociedad y de la economía.

Este mismo TC, vale recordar, emitió una sentencia () que declaró fundada la demanda de inconstitucionalidad interpuesta por el Ejecutivo en contra de la resolución legislativa que modificaba el artículo 86 del reglamento del Congreso y le dio la razón al primero cuando se pretendió sobre asuntos concernientes a su gestión; un criterio acertado y concordante con los principios constitucionales que consagran la división de poderes y el sistema de pesos y contrapesos que garantizan la plena vigencia de un Estado constitucional y democrático de derecho, pero que, en la sentencia competencial bajo comentario, no se observa en las posiciones de los magistrados que la suscriben en mayoría.

Después de esta sentencia no ha ganado el Ejecutivo. Se pueden, incluso, librar de acusaciones constitucionales en el futuro quienes arbitrariamente interpretaron fácticamente decisiones de un órgano colegiado como el Congreso, sujetas a procedimientos acotados y formales, que no se pueden obviar. Quien ha perdido es el sistema democrático, cuyo interés está por encima de quienes ocasionalmente asumen su conducción; dejar a su libre criterio la interpretación de un acto que afecta la existencia y funcionamiento de un poder del Estado es alterar la esencia misma del sistema democrático, la división de poderes y, con ello, dejar la puerta abierta a la arbitrariedad.

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