(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Al momento de cerrar estas líneas, Pedro Chávarry sigue en el cargo de fiscal de la Nación. Va perdiendo con cada día la esperanza de salvar, en algo, lo que le queda de dignidad.

Seguramente se autorrefugia cómodamente en que no hay pruebas de delitos en su contra. Olvida que el mundo no se rige solo por normas legales, hay también las de tipo moral, impuestas no por las leyes, pero sí por la ciudadanía. Es esta ciudadanía la que lo ha juzgado y encontrado culpable. Y es que Chávarry había cometido un error irreparable: subestimar a los ciudadanos, alebrestados por ver, después de décadas de espera, una luz al final del túnel de la corrupción.

El ciudadano quiere, ahora más que nunca, confiar en un sistema judicial que no favorezca al que coimea o que encubra a la autoridad que recibe favores ilegales (como el de ser nombrado fiscal de la Nación). Porque entiende que luego tendrá que venderse para pagar por ese favor. El ciudadano quiere un Congreso que apruebe leyes que lo prioricen a él y a su familia y no a los partidos políticos. El ciudadano quiere poder confiar en que los juicios sean justos y no un arma para proteger a los poderosos. Y, claro, ven en Chávarry ese esbirro del poder nombrado justamente para impedir que todo eso suceda. Empiezan a percibir que, echar abajo la corrupción es viable y no está dispuesto a aguantar a ningún Chávarry que le impida concluir la tarea.

Pedro Chávarry debe estar desconcertado. En su larga carrera habrá visto circular personajes, como él, que han servido por décadas a poderosos o corruptos sin que les pase nada. Y seguramente se sorprenderá: ¿Por qué otros sí han podido y a mí me crucifican? Es que Chávarry no ha tenido la sensibilidad para comprender que la ciudadanía –ahora empoderada– ha empezado a percibir que sí es posible tener un sistema judicial, un Congreso o instituciones fundamentales no controlados por la corrupción. No quiere, entonces, dejar pasar la oportunidad de limpiarlos. Y él es el último escollo –ahora que la mayoría fujimorista del Congreso está resquebrajada–.

En el fondo, Pedro Chávarry debe estar sufriendo mucho. Casi todos sus protectores lo han abandonado, empezando por Keiko (y los demás, deben estar convenciéndose de los peligros de seguir apoyándolo). Incluso, los dos fiscales supremos que le dieron mayoría en la Junta de Fiscales le han pedido que renuncie en pro de la institucionalidad del Ministerio Público.

Es más. Chávarry vive la terrible condición de ser repudiado por prácticamente todo el país. Debe ser algo realmente espantoso tener abiertamente en contra: al Ejecutivo, al Legislativo y decenas de instituciones serias, todos pendientes de que se vaya. Hasta la iglesia se ha pronunciado en contra –a pesar de que “su reino no es de este mundo”–. Pero lo más sensible, es que a lo largo y ancho de todo el país, la población lo denosta; no importa la profesión, la cultura, la edad, condición socioeconómica o sexo. Ya no le tienen al fiscal de la Nación ningún respeto (tampoco muchos de sus subalternos).

Chávarry debe estar espantado al irse dando cuenta de que esa dicha por haber llegado a ser fiscal de la Nación se torna, en apenas semanas, en el inminente riesgo de pasar a la historia de su país como la encarnación del leviatán que procuró desarticular el proyecto anticorrupción que el país tanto anhelaba.

Cuando los jóvenes de hoy les cuenten a sus nietos sobre el intento nacional de acabar con la corrupción, mencionarán que Pedro Chávarry trató de impedirlo. Cuando los historiadores escriban sobre lo sucedido en estos días, dejarán consignado –por el resto de la vida de este país– que Pedro Chávarry fue quien obstaculizó el proceso. Cuando los novelistas o cineastas desarrollen este tema, se regodearán convirtiendo a Chávarry en el personaje malvado de su obra. ¿Quiere, señor Chávarry, ser el Chucky de la película. Claro que no. Mejor renuncie.

Las consecuencias de no renunciar no afectan solo a Chávarry. El fujimorismo se jugó por Chávarry hasta perder el control moral del Congreso y posiblemente, en poco tiempo, el real. El aprismo perdió el respeto hasta de los apristas. Ambos casos fueron consecuencia de la defensa de Chávarry que llevó a que los partidos políticos dominantes priorizaran la defensa a ultranza de sus líderes por sobre los beneficios del país. Sobrepasaron los límites y el Perú ya no está para aguantar este malévolo mecanismo de manipular a los peruanos.

Señor Pedro Chávarry, si aún no lo ha hecho, renuncie. Procure evitar –o aminorar– pasar a la posteridad como un villano más de la historia peruana.