Vanessa Barbara

Cuatro años de locura están por terminar. En una tensa segunda vuelta, se impuso sobre el presidente brasileño, , con el 50,9% de los votos. A menos de que las cosas tomen un giro radical –el temido golpe de Estado–, Lula será, el 1 de enero, presidente de Brasil.

No fue fácil. El mes pasado fue una síntesis de la era Bolsonaro. La desinformación estuvo desenfrenada y la amenaza de la violencia política presente. Al menos, por el bien de nuestra salud mental, podemos decir que Bolsonaro ha sido derrotado. No es que el país esté demasiado en sintonía con Lula y la política de centroizquierda del Partido de los Trabajadores, que gobernó el país durante 13 años, hasta el 2016. Se trata, más bien, de que los últimos cuatro años con Bolsonaro nos han demostrado lo bajo que puede caer un país, y estamos desesperados por salir de la ciénaga.

Hay muchas cosas que no echaré de menos de este gobierno: su desatención asesina, su arraigada corrupción, su fanatismo. Uno de los grandes alivios es que ya no tendremos que hablar de cosas demenciales. Brasil, al menos, puede volver a algo parecido a la cordura.

Es difícil creer lo mucho que cambió el debate público. Hace nueve años, los brasileños salieron a la calle a manifestarse en defensa del transporte público gratuito. ¿Cuánto nos hemos alejado hoy de ese tipo de mentalidad cívica? Nos da miedo salir a la calle a manifestarnos y que eso le dé al gobierno una excusa para intentar un golpe. Creemos que cualquiera que pasa a nuestro lado puede ir armado. Sabemos que vestir de color rojo se considerará una declaración política. Nunca hubo tanto silencio en los ascensores.

Lo cierto es que en la sociedad brasileña siempre han dominado las fuerzas conservadoras. Los avances de las últimas décadas no se consiguieron con facilidad: el programa de ayuda social Bolsa Familia, la discriminación positiva en universidades y el sector público o el matrimonio igualitario. Todos fueron objeto de burlas, si no de indignación, de la mayoría de los conservadores. Pero estas batallas las libraron la centroizquierda y la centroderecha, que entonces eran lo bastante razonables para dialogar. Eso cambió con Bolsonaro.

Día tras día, la integridad del discurso público se fue diluyendo con afirmaciones conspirativas que él alentaba. Nos vimos obligados a perder el tiempo refutando públicamente teorías absurdas como aquella de que la selva amazónica “no se puede incendiar”. Toda esa energía, que se podría haber dedicado a exigir mejores servicios públicos, se perdió en combatir espeluznantes sinsentidos. Pero Bolsonaro no nos dejó más remedio.

Existen pocas dudas de que aspiraba a la autocracia; la necesidad de derrotarlo se volvió absoluta. Eso explica la amplitud de la coalición en torno de la candidatura de Lula, compuesta incluso por antiguos adversarios. La contienda electoral se redujo a una simple disyuntiva: a favor o en contra de Bolsonaro.

Pero no será tan fácil. El partido de Bolsonaro es el mayoritario en el Senado y ha aumentado su influencia en el Congreso. Puede que Bolsonaro abandone su cargo, pero el bolsonarismo no está ni mucho menos acabado. Una derecha envalentonada no solo será una molestia constante para Lula, sino que lo obligará a depender de los partidos de centro, lo que despejará el camino para el intercambio de favores –con frecuencia corrupto– que ha perjudicado a la democracia brasileña desde su origen. Aun así, no se debe infravalorar esta oportunidad para emprender una nueva trayectoria política. Como mínimo, quizá tengamos un gobierno más preocupado por la creciente desigualdad y el hambre que por el número de seguidores en sus carreras de moto. Eso de por sí solo ya es un bálsamo.

–Glosado y editado–

© The New York Times

Vanessa Barbara es periodista y escritora. Este es un artículo especial de The New York Times.