El desconcierto y la incertidumbre que marcaron buena parte del proceso electoral 2016 fueron expresión de diversos factores; voy a mencionar los dos más importantes. De un lado, la proliferación de partidos y candidaturas que –en su mayoría– carecen de capacidades para representar y para trascender en el tiempo.
Del otro, una legislación que no sirve para depurar candidaturas ni para democratizar los procesos internos de los partidos, y mucho menos para proteger las finanzas de campaña en un país seriamente afectado por el narcotráfico y la minería y tala ilegales.
A mitad del 2016, nos encontrábamos ya con un nuevo Congreso y una nueva oportunidad para la reforma electoral, pero al cierre del año es mucho más lo pendiente que lo avanzado. El grupo de trabajo de reforma electoral creado en la Comisión de Constitución escuchó a todos, pero su informe no ofrece soluciones eficaces a los graves problemas de nuestro sistema electoral y de partidos. No hay en dicho informe medidas que fortalezcan las capacidades de los organismos electorales para contener la penetración de dineros e intereses ilícitos en la política; por el contrario, flexibiliza topes y obligaciones. También ha dejado pendiente la reclamada discusión sobre el voto preferencial y las elecciones internas; ni qué decir de la paridad y la alternancia de género en las listas que tanto impacto tendría en las elecciones regionales y municipales, especialmente. De estas y otras reformas urgentes tendrá que hacerse cargo la Comisión de Constitución y el pleno del Congreso en el período de marzo a julio del 2017.
La Comisión de Constitución habrá de decidir también sobre los impedimentos para que condenados por narcotráfico, terrorismo y corrupción sean candidatos, tema sobre el cual se han pronunciado el JNE y la Asociación Civil Transparencia, en este caso con el respaldo de más de 50 mil firmas que serán entregadas al Congreso y la PCM. Propuestas para transparentar la política y librarla de la corrupción han sido incluidas en el informe de la Comisión Presidencial de Integridad y deben aplicarse si queremos una reforma en serio.
Si bien la responsabilidad está principalmente en el terreno del Congreso, no todo se juega ahí. Una acción ciudadana por cambios institucionales asoma con las miles de adhesiones generadas por el voluntariado de Transparencia, el debate abierto por la Comisión Presidencial de Integridad y la confluencia de instituciones sociales y medios de comunicación que demandan transparencia e integridad.
El gobierno tiene también la responsabilidad de poner en marcha varias de las propuestas que le han sido presentadas y a las que se comprometió, y de remitir otras al Congreso en ejercicio de sus facultades de iniciativa legislativa.
En la materia que nos ocupa, el 2017 se iniciará con un hecho de máxima importancia: la designación del jefe de la ONPE para los siguientes cuatro años. El tema es crucial y preocupante a la vez. Se trata del funcionario que conducirá las elecciones regionales y municipales del 2018 y preparará –tal vez incluso dirigirá– las presidenciales y parlamentarias del 2021; una persona cuyas cualidades de neutralidad, profesionalismo y probidad deben estar fuera de toda duda. La ONPE cuenta con elevados índices de confianza ciudadana, pero la selección de su jefe está en manos de un cuestionadísimo Consejo Nacional de la Magistratura; el mismo CNM cuya reforma ha sido demandada tanto en el informe de la Comisión
Presidencial de Integridad, el Acuerdo por la Justicia y el Plan 32. De allí que debamos estar vigilantes y proponer medidas para que el proceso de selección del jefe de la ONPE sea objetivo, transparente y libre de injerencias políticas.
La responsabilidad de reformar requiere voluntad de cambio, innovación y mejora.