Reformar o reventar, por Alberto Vergara
Reformar o reventar, por Alberto Vergara
Alberto Vergara

El politólogo Mauricio Zavaleta publicó recientemente un libro estupendo cuyo pegajoso título-concepto, “Coaliciones de independientes”, ha sido comentado y celebrado por los especialistas. Lamentablemente, ha pasado desapercibido el subtítulo que, aun si gris y aburrido, contiene, en realidad, más luz que el propio título: “Las reglas no escritas de la política electoral [en el Perú]”. Este nos empuja inmediatamente a pensar que nuestros políticos y sus precarias organizaciones no actúan únicamente (ni, tal vez, principalmente) de acuerdo a las formales y débiles leyes del Estado, sino bajo las informales y robustas reglas de una lógica antipartidaria surgida en los años noventa y consolidada en estos quince años de éxito económico y fracaso institucional. 

Es decir, la idea de “reglas no escritas” de la política peruana nos sitúa de lleno en el dilema de quienes quisiéramos reformar nuestra destartalada política: ¿podrían unas voluntariosas y formales leyes, preparadas por un puñado de especialistas, derrotar a las reglas de la costumbre que rigen la actividad política peruana? La pregunta es central, pues en cada intento de innovación institucional uno debe tener muy bien ligados los medios de los cuales dispone a los objetivos que se propone. 

En segundo lugar, además de ser conscientes del abismo que media entre las reglas formales e informales de la política nacional, nuestra inaplazable reforma política debe también asumir un punto de partida que, nosotros, ilusionados demócratas de buena voluntad, no terminamos de interiorizar: en el Perú no hay partidos, solo hay individuos haciendo política (la mayoría no son ya ni siquiera “políticos”). Debemos legislar desde esa realidad –personalizada y pulverizada–, y no desde aquello que no existe o que, eventualmente, desearíamos crear. 

En resumen, nuestro sistema se compone de débiles leyes propartido, costumbres antipartidarias sólidas, personas haciendo política y nada de partidos. Es lo que hay. Y, por tanto, las herramientas formales que tenemos a mano para reformar este combo de subdesarrollo político e institucional son sumamente débiles. Creo, honestamente, que ante la magnitud de la quiebra política y representativa que sufre el país no estamos para soñar con partidos o sistemas partidarios que jamás surgieron de una reforma legislativa, sino para impedir el descalabro final de nuestra vida representativa.

Si hay algo que podría empujarnos a esa bancarrota última (o que ya viene empujándonos) es la paulatina penetración de intereses criminales en las instituciones públicas, usualmente infiltrados a través del financiamiento ilegal de candidatos presidenciales, regionales, congresales y locales (exacto, no financian partidos que no existen, solventan candidaturas). Aunque felizmente se ha tomado conciencia de este problema, muy a menudo leo columnas de opinión que sostienen erradamente que la manera de acabar con esto sería el financiamiento público de los partidos políticos. Lo que la experiencia internacional muestra, en realidad, es que ahí donde convive el financiamiento público con instituciones débiles, como sería en el Perú, los partidos reciben felices el dinero público, pero, más felices aún, continúan recolectando el dinero sucio de toda la vida. Entonces, acabar con el financiamiento ilegal requiere de instituciones estatales fuertes; no pasa por darle dinero a políticos sin partidos. En realidad, es probable que a quien debamos financiar mejor sea a los organismos electorales, los cuales, a diferencia de los políticos, no pueden pasar el sombrero entre narcos, dueños de prostíbulos y casinos, dictadores vecinos, mineros ilegales, contrabandistas y otros benefactores habituales de nuestros líderes.  

En varios otros ámbitos también es menos útil imaginar el diseño institucional que traería una mejor representación en el Perú que dotar de capacidad efectiva a los organismos electorales para que hagan cumplir las normas ya existentes. Por ejemplo, ¿tiene alguna relevancia que la ley vigente o la reforma anhelada obligue a que los partidos tengan cincuenta, cien o trescientos locales partidarios a lo largo del país si los organismos electorales son incapaces de verificarlo y, menos aún, sancionar el incumplimiento de estas y otras disposiciones? Recientemente el Jurado Nacional de Elecciones realizó un estudio sobre locales partidarios y encontró que el 20% no existía y que el 63% pertenecía a la estrambótica categoría de “existe pero no funciona”. O sea, para decirlo en cristiano, más del 80% de los locales inscritos son bambas. Así, más allá del número deseable de locales que debería poseer un partido, lo importante es determinar cuántos podemos, efectivamente, supervisar para así sancionar a quienes incumplan las disposiciones.  

O pensemos en la muy reclamada eliminación del voto preferencial para imponer una elección de lista cerrada donde solo los primeros puestos tendrán probabilidades reales de ser elegidos para el Congreso. ¿Tendrán los organismos electorales la capacidad de fiscalizar la sabrosa subasta que nuestros líderes van a montar para quienes deseen comprar esos puestos VIP? ¿Y estas listas encabezadas por el mejor postor darían lugar a un mejor sistema que el que poseemos hoy? No lo sé. Es difícil prever las consecuencias de la colisión de instituciones débiles y costumbres macizas.

No tengo intención de bajar la llanta del entusiasmo reformista, más bien llamo a canalizar la energía hacia lo urgente, sin diluirla en demasiados objetivos que finalmente serán esquivos. Lo fundamental es disminuir el ingreso de dinero criminal a la vida política y bloquear la incursión de testaferros de la actividad delictiva en las instituciones públicas. Para esto se requiere mucho más una reforma que refuerce las instituciones estatales encargadas de fiscalizar y sancionar estos hechos que obligar a partidos que no existen a que celebren elecciones primarias y posean locales partidarios o militantes de corazón. 

El problema para lograrlo es el de siempre en nuestro país: la vida política e institucional funciona y se reproduce bajo el hierro de la inercia. Ni la sociedad completamente desorganizada puede revertirla, ni nuestros líderes, ligeritos y mediocres en igual proporción, están interesados en conseguirlo. Y, entonces, ¿qué queda? Supongo que el camino que Felipe Ortiz de Zevallos, presidente de Transparencia, proponía recientemente es el único realista. La minúscula capa de profesionales de la esfera pública peruana debe presionar a esos líderes que padecemos para que, al menos como producto de los intereses propios de la coyuntura electoral, se comprometan a realizar las reformas que requerimos con mayor urgencia. 

O reventar.