Quienes crearon la ley que prohíbe las dádivas y regalos por parte de los candidatos presidenciales y congresales en campaña electoral tuvieron quizá en mente la imagen del “pisco y butifarra” que –según la tradición popular– se repartían copiosamente a los electores en las plazas para animarlos a votar por un postulante en las jornadas electorales del país de hace un siglo o más.
Si la ley sirve para educar al ciudadano, hay que aceptar que con las tachas y exclusiones ‘como cancha’ que tenemos en esta campaña, estamos viviendo un duro aprendizaje. Y es que el regalo ha sido una costumbre profundamente arraigada en la cultura política peruana.
Los incas llenaban de regalos a los curacas con quienes se proponían establecer alianzas; los adelantados de Francisco Pizarro se presentaron con ofrendas en el campamento de Atahualpa en Cajamarca; el pacificador Pedro de la Gasca prometió encomiendas de indios a quienes lo apoyasen en su lucha contra el bando de conquistadores reunidos tras Gonzalo Pizarro; después de la independencia los pueblos del interior recibían con regalos a las nuevas autoridades, y estas retrucaban obsequiando días festivos y corridas de toros a granel.
En más de una ocasión, voluntariosos gobernantes decididos a crear una moral política más acorde con los tiempos republicanos decidieron prohibir los regalos y homenajes. Pocos años después de la guerra con Chile, durante el gobierno de Andrés Cáceres, el gobernador de un distrito cusqueño fue sancionado por el prefecto del departamento por recibirlo con una banda de músicos. Esto sucedió cuando el prefecto se enteró de que los músicos eran indígenas que habían sido obligados a venir desde sus pueblos para el homenaje, sin recibir pago alguno; como, ciertamente, era la costumbre. Probablemente el gobernador (que, dicho sea de paso, tampoco recibía un sueldo, por tratarse de un cargo “concejil”) nunca entendió qué era lo que había hecho mal.
Pese a que los candidatos no pueden repartir latas de atún ni botellas de cerveza, no hay problema en que prometan aumentos del salario mínimo, rebajas de tributos, becas para jóvenes o pensiones para ancianos. Es decir, pareciera que el problema ocurre cuando el regalo precede al voto y se hace con recursos privados.
Se puede prometer regalos colectivos o a grupos específicos a cargo del presupuesto público, como un aumento a los maestros o a los policías, que se concretarán de ganar el candidato (si este cumple su promesa, lo que nunca es seguro), pero no se puede entregar regalos individuales.
No es fácil trazar la raya que determina cuándo el regalo se transforma en corrupción. Suponemos que la idea de fondo es que los regalos no compren votos, pero ¿no hace esto también la promesa de un aumento salarial, una vivienda subsidiada o un empleo?
En esta república pronta a cumplir su bicentenario, los profesores reciben regalos de sus alumnos en el Día del Maestro; los gerentes a cargo de las compras de una empresa, de los proveedores en fechas como Navidad o Fiestas Patrias; las autoridades, cuando visitan aislados lugares de la patria, y ellas mismas se presentan con obsequios buscando ser mejor recibidas.
Siempre podemos levantarnos una mañana con el ánimo de ser mejores y asquearnos de golpe de nuestro comportamiento pasado, pero el abandono de las costumbres resulta de ordinario complicado y en río revuelto, ganancia de pescadores.