Un asunto recurrente en el análisis de la realidad nacional y los principales proyectos de inversión –tanto desarrollados como frustrados– es el de los conflictos sociales.
Hace algunas semanas, la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) y la Defensoría del Pueblo presentaron sus informes a noviembre del 2016 sobre conflictividad social. Mientras la PCM menciona 169 casos (entre activos y preventivos), la defensoría señala que son 213. Al margen de las diferencias y eventual cuestionamiento de las metodologías de diagnóstico, ambos reportes destacan a la minería y al sector hidrocarburos.
El conflicto es inherente a las relaciones sociales y no necesariamente es negativo. Las discrepancias pueden dar lugar a oportunidades, inspiración creativa, innovación, ejercicios de tolerancia, así como definición de derechos y deberes en un Estado democrático en el que se haga efectivo el cumplimiento de la ley.
Los conflictos sociales (con los que convivimos en una espiral de violencia, frustración colectiva y diálogos infructuosos) podrían tener como problema de origen la falta de entendimiento. Obviamente, su origen se encuentra en la sociedad, pero son fundamentalmente disputas políticas y carencias institucionales, por lo que sugiero que sea desde esos dos frentes que se realice el diagnóstico, así como las propuestas de solución.
Son institucionales porque existe una notoria falta de claridad sobre las reglas de juego. Es decir, sobre las normas, acuerdos y expectativas que corresponden al gobierno, las empresas y la comunidad (legitimada por una mayoría o no). Y son políticos porque –en mayor o menor medida– subyace a cada controversia un problema de límites del poder en relación con los sujetos o partes del conflicto.
La aproximación política e institucional limita que tengamos posturas maniqueas y generalizaciones que llegan al absurdo (como: “las transnacionales vienen a saquear la riqueza y maltratan a nuestra gente” o “la comunidad protesta porque es manipulada por políticos y diversas ONG”). Evidentemente, existen grandes empresas que son socialmente muy responsables, así como mucha gente que protesta con conocimiento de la materia, legítimo derecho y por voluntad propia.
El gobierno anterior instaló equipos para el diálogo y gestión de conflictos en regiones que consideró prioritarias (como Áncash, Arequipa, Cajamarca, Cusco, La Libertad y Piura). Sin embargo, no logró plasmar una estrategia, y más allá de algunos éxitos aislados se dedicó principalmente a apaciguar la violencia y no a prevenir controversias.
Las mesas de diálogo que el Estado instala desde hace años han tenido la dinámica de una negociación comercial de prestaciones y contraprestaciones, sin incidir en la representatividad de los voceros, la sostenibilidad de los acuerdos ni el costo de fiscalizar y hacer cumplir los compromisos.
La Oficina Nacional de Diálogo y Sostenibilidad (ONDS) fue una de las últimas áreas de la PCM en designar a su jefatura en este gobierno. Tras cinco meses, su equipo aún no está armado. Así, pese a su esforzada labor, la propia ONDS señala en su último informe de diciembre del 2016 que carece de una plataforma digital y de personal especializado en gestionar asuntos públicos. A esto se suma que varias oficinas de gestión social sectoriales parecen no sintonizar con los lineamientos de la ONDS.
Más allá de útiles técnicas de negociación o búsqueda de valor compartido entre el Estado, las empresas y los ciudadanos, resulta imprescindible que podamos prevenir la conflictividad, a partir de la definición de reglas claras (incluyendo garantías) para los proyectos de inversión, así como establecer canales efectivos y permanentes de comunicación entre la ciudadanía y sus autoridades obligadas a rendir cuentas. Si tenemos una ONDS, debe quedar claro que el liderazgo lo asume la PCM.
La ONDS no puede realizar un trabajo efectivo de prevención desde Lima. Debería tener un equipo permanente en cada región del país y convocar de manera quincenal a los alcaldes, gobernadores y principales gremios de cada departamento a reuniones –en las que participe por lo menos un ministro o viceministro y eventualmente empresas–. Esto con el objeto de analizar normas, acciones y proyectos que permitan prevenir lo que denominamos “conflictos institucionales y políticos”, y todo debe ser eficazmente comunicado a la población.
Es mejor construir tomando diligentes medidas de seguridad que hacerlo precariamente, apelando a un estupendo equipo de socorristas que podrá actuar cuando la edificación colapse.