“Tout est perdu [...]. Me voy para no volver. Esta mañana he comulgado en los Descalzos, y estoy preparado para entregar mi alma a Dios”. Con estas palabras –rescatadas por Luis Alayza y Paz Soldán– el almirante Miguel Grau reconoció su grandeza y humildad espiritual frente a la terrible situación bélica en la que se encontraba el Perú de 1879.
En efecto, las posibilidades reales de obtener una victoria en el teatro de operaciones marítimo eran casi nulas. Sin embargo, la superioridad naval del enemigo de aquella “guerra fratricida” –citando al propio Miguel Grau– no intimidó al padre de ocho hijos, diputado en funciones y flamante contralmirante con opción de dejar el mando del legendario monitor Huáscar.
Grau no buscó excusas para evadir su responsabilidad con el destino, más bien, sabiendo que descendería por última vez por el muelle de guerra para dirigirse en lancha hacia su buque, que no volvería a ver a su familia y amigos, decidió postrarse ante Dios y confesar sus faltas ante el representante de Cristo en la Tierra. “Guerrero cristiano”, lo llamaría monseñor José Antonio Roca y Boloña.
Este acto de humildad y de fe lo realizó en el histórico Convento de los Descalzos del Rímac, a unas seis cuadras del río del mismo nombre, frente al colonial Paseo de los Descalzos y a dos cuadras del monumento – mito o no – a la infidelidad moral de un virrey, aquel convento fundado en 1595 con el nombre de Nuestra Señora de los Ángeles y cuyo primer superior fue San Francisco Solano.
El padre guardián que confesó al Caballero de los Mares fue el franciscano, de origen barcelonés, Pedro Gual y Pujadas, de quien puede decirse fue uno de los más brillantes sacerdotes apologéticos de la tradición católica de aquellos años republicanos de agudos debates entre liberales y conservadores.
Tuvo entre sus manos a San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Jaime Balmes, entre otros; mantuvo debates con personajes de la talla del liberal ex clérigo Francisco de Paula González Vigil, y fue autor de cinco libros sobre fe y teología publicados antes de 1879.
Dicha reunión de fe, entre el sacerdote y el marino, ha sido inmortalizada para las futuras generaciones mediante un retrato al óleo del gran almirante del Perú ubicado junto a la capilla Nuestra Señora de los Ángeles, lugar donde se arrodilló por última vez –solo ante Dios– decidido a dar su vida terrenal por la defensa de la soberanía del Perú.
En efecto, este lienzo comparte espacio con aproximadamente quinientas pinturas de las escuelas cusqueña, limeña y quiteña que datan de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX –una de las mayores colecciones de arte virreinal en el Perú– que son celosamente custodiadas y estudiadas por el personal del Museo del Convento y visitadas por el público en general.
La Marina de Guerra del Perú, convencida de la importancia histórica y cultural de este espacio de reflexión, decidió poner en valor esta capilla y rendir, junto al Convento de los Descalzos del Rímac, un homenaje a la memoria del ciudadano paradigmático de las virtudes cívicas, familiares y espirituales de la sociedad peruana por antonomasia. La ocasión no podía ser mejor, pues el próximo domingo 27 de julio se conmemoran 180 años del natalicio del Peruano del Milenio.