Ricardo Sumalavia

Cuando Roberto Bolaño ganó el Premio Herralde por su novela “Los detectives salvajes”, en 1998, yo me encontraba viviendo en Cheonan, una ciudad universitaria a 80 kilómetros de Seúl, en Corea del Sur. Cualquiera pensaría que, a tal distancia, no habría forma de enterarse de esta noticia. Sin embargo, en Corea del Sur el uso de Internet era uno de los más desarrollados del mundo. Y, justamente por la distancia, yo trataba de estar al día de lo que sucedía al otro lado de esa parte del mundo. Pero quedó en eso: en una noticia.

El primer gran impacto de esta novela la tuve al regresar a Lima, al año siguiente. Los comentarios favorables sobre esta novela se tornaron en alabanzas. De pronto, todos te preguntaban si ya habías leído “Los detectives salvajes”. Yo me encontraba en plena aclimatación a Lima, literalmente a su clima, pero también a su literatura y al Perú de finales de siglo. Algo estaba claro, y para bien, el giro de la literatura peruana ya no dependía solo de lo que pasaba con la literatura peruana misma, sino con la literatura a secas. Bolaño se convirtió en ese punto de quiebre. Un chileno-mexicano-catalán nos habló de una literatura que cerraba un siglo y abría otro. Y lo hizo de una manera salvaje.

Cuando, en los primeros años del siglo XX, el mexicano Enrique González Martínez, indiscutible discípulo de Rubén Darío, empieza un soneto con los siguientes versos: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje / que da su nota blanca al azul de la fuente; / él pasea su gracia no más, pero no siente / el alma de las cosas ni la voz del paisaje”, rompió uno de los grandes paradigmas de la estética modernista. Ni los poemas, ni los cisnes, volverían a ser los mismos en lengua española. Igual fue el caso de “Los detectives salvajes”. Desgrana los tópicos de la narrativa latinoamericana del siglo XX –'boom’ latinoamericano incluido– para poder, desde la admiración y el rechazo, replantear las categorías de narrativa y –lo que más alteró a muchos– la categoría de latinoamericano. ¿Desde dónde estamos narrando? ¿Para quiénes? ¿Por qué narramos lo que narramos? Todo aquello pareciera preguntarnos su autor.

Sus protagonistas son unos jóvenes poetas dispuestos a torcer los pescuezos de los cisnes creados por el ‘establishment’ de la poesía latinoamericana de la tercera parte del siglo XX. Se nutren de ese fervor que los impulsa a replantear el canon según sus necesidades, y así buscar su norte encarnado en la poeta desaparecida, Cesárea Tinajero. Pero esta historia la leímos a finales de los 90, con el aura del Premio Herralde, con el aura de un autor al que le costó muchísimo resguardar su espacio de lectura y escritura. La leímos también desde el fracaso del siglo XX. Al mismo tiempo, esta novela nos permitió reparar en la nueva necesidad de sentir el alma de las cosas y la voz del paisaje. Una nueva necesidad, por otro lado, siempre bajo sospecha. Y un paisaje, vale precisar, que no se declara un paisaje nacionalista. Bolaño se encargó bastante bien de echar abajo los nacionalismos literarios. Si bien su novela fue declarada la mejor novela chilena del siglo XX o la mejor novela mexicana (según Juan Villoro), detrás de estas afirmaciones hubo una ácida ironía y crítica a los defensores de estos nacionalismos. Con esta novela, Bolaño logró que México sea universal, o que no sea un país, sino solo un espacio narrado, hecho de palabras y sensaciones. En todo caso, los lugares en su narrativa también se encuentran bajo sospecha.

Veinticinco años después de su publicación, es probable que haya crecido más el mito de Roberto Bolaño que de su novela “Los detectives salvajes”. Tenemos nuevos personajes como Arturo Belano y Ulises Lima, pero ya no un Octavio Paz contra el que pueden rebelarse. El resultado sería una lucha intrascendente. A menos que pretendan rebelarse contra el propio Bolaño, lo que sin duda le divertiría mucho. Quizás él, de estar vivo, se rebelaría contra el ‘merchandising’ que han hecho de su imagen y de la exhumación extrema de sus libretas y archivos informáticos. También hay nuevos cisnes que han enderezado el pescuezo bajo la impostura de la rebeldía o de la corrección. Por fortuna, siendo un lector nacido en los 60, aún vuelvo a sus libros, con cierta nostalgia del fervor de sus protagonistas y con mucha nostalgia del fracaso de estos. Creo que “Los detectives salvajes” nos enseñó a fracasar con dignidad, y a torcernos nuestros pescuezos, de ser necesario.

Ricardo Sumalavia es escritor

Contenido Sugerido

Contenido GEC