Felipe Ortiz de Zevallos

Hace ya una década que Dan Kahan, profesor de derecho en la Universidad de Yale, realizó algunos experimentos sobre el efecto relativo de la inteligencia en el sesgo ideológico de las personas. Sorprendentemente descubrió que quienes registraban un mayor cociente intelectual (IQ) también resultaban, progresistas o conservadores, los más sesgados en sus afirmaciones políticas. Se preguntó: ¿por qué caerían los más inteligentes en tales trampas?

Habría que empezar por definir mejor la inteligencia. Antes de la era de la Ilustración y de los descubrimientos científicos, y durante varios milenios, los seres humanos han usado su llamada inteligencia para fines varios, como el beneficio o bienestar personal, el sentido de pertenencia tribal, el estatus social, el sexo incluso.

Persiguiendo tales objetivos, la mente humana se volvió astuta y experta en usar su inteligencia para la construcción de narrativas, incluso irracionales, orientadas a obtener mediante ellas un mayor bienestar y estatus. En muchos de estos casos, la lógica y el conocimiento resultaban reacomodados a posteriori, hasta forzados con calzador, para encajar como soporte eventual de tales creencias arbitrarias. Para escoger un ejemplo de otra época y sociedad, bastaría recordar que en la Nueva Orleans de hace dos siglos se anunciaba con rigor pseudocientífico la aparición de una nueva enfermedad mental: la drapetomanía, que, según su descubridor, el médico Samuel Cartwright, era causada por los impulsos repentinos que algunos esclavos negros podían sentir por escapar de sus cadenas y huir.

Si los tontos pueden fácilmente ser engañados por otros, los más inteligentes suelen, con no poca frecuencia, caer en el autoengaño. Porque su habilidad mental les permite administrar y divulgar sus creencias, independientemente de cuan confirmadas estén. Por ello, y a veces para ello, pueden adoptar marcados sesgos.

Oscar Wilde afirmó que la verdad rara vez es pura y nunca simple. No suele tratársele así en la mayoría de los cenáculos académicos o profesionales. Si por algo destacan los mejores graduados de las facultades más prestigiosas es por saber construir argumentos y ganar discusiones en un contexto en el que se suelen intercalar creencias y narrativas insuficientemente comprobadas. Y estas a veces pueden ponerse de moda y expandirse viralmente.

Según Kahan, la principal herramienta contra el engaño es la curiosidad, el hecho de preguntarse siempre, esa vocación instintiva que se tiene para intentar llenar los huecos de lo que no se conoce o entiende. Y más curioso termina siendo el que algo sabe de múltiples temas que aquel que limita su interés y atención a la práctica esforzada pero indolente de una especialidad por sofisticada que sea esta. ¿Serán suficientemente curiosos los profesionales que egresan de nuestras universidades?

Y si la curiosidad ilumina a la inteligencia en la búsqueda y el entendimiento de la verdad, la humildad constituye su complemento obligado para vacunarnos adecuadamente contra el engaño. Finalmente, nuestros sesgos terminan siendo consecuencia del ego. A nadie le gusta reconocer sus errores, pero ello constituye un ejercicio fundamental para combatir el engaño. No pocos inteligentes prefieren, en cambio, sucumbir a la tentación maligna de usar su propia habilidad, de la que otros carecen, para cubrirlos.

Al final, en el esfuerzo por no caer víctimas del engaño, el carácter resulta más importante que la inteligencia. Porque, sin el carácter debido, cualquier acumulación de conocimiento o habilidad retórica puede facilitar el que alguien, en vez de lograr un mejor control de sus sesgos, termine convirtiéndose en un sirviente de estos.

La curiosidad y la humildad son cualidades poco valoradas en el salón de los debates académicos o políticos, o en las vitrinas polarizadas de las redes sociales, pero constituyen requisitos esenciales para protegerse del engaño, para asegurar un aprendizaje real, para descubrir, día a día, la verdad.

Elmer Huerta es oncólogo y especialista en Salud Pública. Colaborador.

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