América Latina me atraía desde joven. Soñaba con bailar bachata en Cuba, perderme por las calles de Buenos Aires, visitar a mis amigos colombianos de Bogotá. En la universidad, estudié algo de español e incluso conseguí leer a Mario Vargas Llosa en versión original. Creo que los ucranianos tenemos mucho en común con los habitantes de Latinoamérica: la hospitalidad, la discreción, el gusto por cantar y el buen comer, así como por luchar por el derecho de ser quienes somos.
Lamento que aún no haya podido lanzarme a esta aventura. La guerra rusa contra Ucrania, que dura más de un siglo, entró en una nueva fase cruenta en el 2014, cuando Rusia ocupó Crimea y el este del país, y, luego, arremetió contra el resto del territorio de Ucrania con una invasión a gran escala. La agresión rusa cambió la vida de todos los ucranianos, incluida la mía.
Tengo esperanzas de que lo que les voy a contar, en lugar de generarles rechazo, les resuene: a las sociedades que tienen la memoria histórica de haber luchado por su independencia les es más fácil comprender el precio que los demás pagan por la libertad. Quiero contarles sobre el mayor precio que se paga: el precio de la vida.
Ya desde el 2014, pero, sobre todo, desde el comienzo de la invasión a gran escala, la muerte se convirtió en una parte inseparable de nuestro día a día. Antes, la muerte era una parte natural del ciclo de la vida humana para mí: normalmente moría la gente mayor, y, de vez en cuando, también la gente joven, a causa de las enfermedades o accidentes.
Sin embargo, la muerte se hace omnipresente durante la guerra. Te mira desde las redes sociales a través de los rostros de tus conocidos y de personas que, probablemente, te hubieras cruzado por la vida, pero la guerra te lo ha impedido. Antes, me gustaban las fotos en blanco y negro, pero ahora me aterran.
Los rituales de duelo se entretejen con las actividades cotidianas: por la mañana, voy a una iglesia para despedirme de mi compañera de filas, y, más tarde, voy a apoyar a mis hijos en un acto escolar ese mismo día. Una actuación en el colegio o cualquier otro acto público comienza con un minuto de silencio en memoria de los caídos.
Antes, la gente miraba desde las fotos de los muertos llevaba peinados anticuados, estaban vestidos según la tradición o la moda de otras épocas, con sus rostros pálidos por el pudor ante la cámara. Ahora, las imágenes en las paredes memoriales y en los cementerios se parecen más a una ‘selfie’ de personas con las que me podría cruzar en la calle. Tienen mi edad o, a menudo, son más jóvenes que yo.
Por mucho que intente espantarla, una pregunta rueda por mi cabeza: ¿Quién será el siguiente? Es el miedo a la pérdida de los seres queridos. Es el miedo a la pérdida de los compañeros y compañeras de filas. Es el miedo a mi propia muerte.
La muerte que Rusia ha vuelto a traer a mi país ha dejado huella incluso en la estadística internacional: ahora, Ucrania lidera el ránking del nivel de mortalidad en el mundo y ocupa la última posición del nivel de natalidad. Es justamente esta la razón por la que Ucrania es el lugar del mundo donde más ansias se sienten de vivir: la gente tiene prisa de vivir, porque saben que la vida puede acabar en cualquier instante.
Hay algo que es superior a la muerte, el amor. También lo es la esperanza. Y, desde luego, lo es la vida. No tengo duda de que la vida vencerá a la muerte y el bien derrotará al mal. Desde la distancia, puede parecer que Ucrania lucha solo por sí misma; sin embargo, “sin quererlo, y por una serie de circunstancias, [lucha] por todo el mundo libre” (cito el verso de la combatiente y poeta, Yaryna Chornohúz). Me gustaría que la mayor parte del mundo libre se pusiera en el lado de la vida en esta contienda.
Y entonces, quizá, podré cumplir mi sueño de viajar a América Latina. Si quieren, les contaré sobre la guerra. Pero es mejor que hable del amor. Y lo que más querré escuchar es lo que vayan a contar ustedes.