Ayer, 7 de diciembre del 2022, minutos antes del mediodía: Pedro Castillo se dirige a la ciudadanía horas antes del debate de la tercera moción de vacancia en su contra para comunicar su decisión de cerrar el Congreso de la República, reorganizar el sistema de justicia e instaurar un gobierno de excepción.
Poco menos de dos horas después: Castillo aguarda en la Prefectura de Lima, detenido en su intento de huir, mientras ya el Congreso aprueba su vacancia y la vicepresidenta Dina Boluarte se prepara para jurar al cargo con la venia de todos los poderes del Estado.
¿Cómo es posible que en el Perú pueda detenerse un quiebre en el orden constitucional en menos tiempo del que tarda un ciudadano en recorrer la capital? La Constitución, en sus artículos 45 y 46, señala que el poder se ejerce con las limitaciones que esta establece y que nadie debe obediencia a quienes asumen funciones públicas en violación de la misma. ¿Pero fue la ley la que detuvo el que podría ser el intento de golpe de estado más breve de la historia?
Tenemos dos opciones: La primera, señalar la velocidad y contundencia con la que durante esas dos horas las diferentes autoridades del Legislativo y el Poder Judicial, los poderes constitucionalmente autónomos, la prensa y la ciudadanía manifestaron su rechazo a este intento carente de legalidad en contenido y en apariencia. La precariedad democrática peruana ha dado muestras de no ser tan grave y ante un claro embate en contra de la institucionalidad ha reaccionado en su defensa. Lo que parecía un golpe mortal al sistema es revertido hasta el punto de terminar con la juramentación de una nueva autoridad respetando las normas y el usurpador en manos de la justicia.
Pero existe una segunda opción, la de valorar lo sucedido a partir de los atributos del arrebato autoritario. Es posible que un presidente con los votos suficientes para defenderse ante una posible vacancia decida desplazar de forma violenta, ilegal, poco estratégica y carente de respaldo a otro poder del Estado. ¿Será posible que nos mantengamos en democracia solo porque nuestros intentos autoritarios son tan o más precarios que nuestros valores y prácticas democráticas? Cómo no sentir escepticismo.
El capítulo Castillo de esta crisis política parece haber terminado con un “final de temporada” digno de ser analizado por un largo período, pero ¿tendremos ese tiempo? La ceguera ante la complejidad de la crisis y la falta de compromiso democrático no son exclusivas de Castillo, ni siquiera de los que portan un fajín o una medalla. Tal y como les sucede a los que apoyaron a Castillo hasta esta mañana, ¿no será que nosotros hubiéramos tardado lo mismo en reaccionar si se tratara de un actor con el que tuviéramos mayores consideraciones?