"Hay quienes consideran que no hay mucho que pensar para decidirse por una de las dos opciones. No lo veo así". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Hay quienes consideran que no hay mucho que pensar para decidirse por una de las dos opciones. No lo veo así". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Salvador del Solar

Recientemente, tuve que aclarar que un audio que se me atribuía con comentarios sobre la campaña electoral no era mío ni reflejaba mi opinión. Esto llevó a algunas personas a sugerir en redes que debía hacer pública la mía. Encuentro cosas valiosas en las redes, aunque no siempre se trata de opiniones. Con frecuencia las siento cargadas de un espíritu categórico que solo busca aplauso, bronca o sorna, con poco que invite a la reflexión. Muchas veces no son más que declaraciones de pertenencia a un bando, el obsesivo trazado de una línea demarcatoria que insiste en dividir nítidamente el mundo entre amigos y enemigos. Así, más que el deseo por conocer una opinión, percibo en este contexto cierta incapacidad para refrenar el impulso de emplazar a las personas a decir abiertamente de qué lado de la línea están.

Hay quienes consideran que no hay mucho que pensar para decidirse por una de las dos opciones. No lo veo así. No voté por ninguna de ellas en primera vuelta y no hubiera considerado darles mi voto en ninguna circunstancia. ¿Tampoco en esta circunstancia? Esa es precisamente la pregunta del momento, me dirán. ¿Pero realmente lo es? Pienso que elevarla a esa excluyente categoría nos hace evadir preguntas más importantes. Por ejemplo, ¿por qué hemos llegado a esta situación? O mejor, ¿por qué hemos llegado otra vez a esta situación? O mejor aún, ¿por qué no dejamos de llegar una y otra vez a esta situación? Todos conocemos personas que parecen atrapadas en un recurrente ciclo de repetición. Igual pasa con nuestro país. ¿Qué clase de nudo es este? ¿Por qué no conseguimos escapar de él? Quizá sea porque no terminamos de reconocer su existencia. Nos ha resultado más cómodo ignorarlo. Sin embargo, ya hemos estado en esta circunstancia en el 2006 y en el 2011: la disyuntiva impensable, la amenaza del abismo, el miedo como principal consejero.

Tenemos, pues, un problema. Lo venimos arrastrando y postergando desde hace mucho. No va a resolverse solo o únicamente con el crecimiento económico. “Quizá”, se llega a admitir a medias. “Pero no es momento ahora de resolver este problema ni hay tiempo para objeciones éticas o democráticas”, se dice cada vez. “Primero hay que evitar el precipicio. Y para hacerlo queda claro que solo una de las opciones ofrece una salida”. No estoy tan seguro.

No veo fácil descartar que la inestabilidad política se agudice aún más luego de la , sea cual sea el resultado. En el 2016, las candidaturas enfrentadas parecían indiferenciables en su visión económica –y ya vimos cómo el ánimo en el que se definió la terminó envenenando el quinquenio–. Ahora se trata de visiones opuestas, lo que incrementa el riesgo de una polarización extrema –no la de la burbuja de las redes sociales, sino una que podría extenderse efectivamente sobre el territorio a partir de tensiones propensas a tornarse en conflictos–. No ayudará a tranquilizar el ambiente que la elección se defina por un margen estrecho. Tampoco el anunciado propósito de convocar a una constituyente ni la proximidad de las elecciones regionales y municipales.

No alcanza, pues, con restringir el foco de nuestra preocupación alrededor del voto de segunda vuelta. Es un error simplificar las cosas al extremo de querer creer que una de las opciones será nuestra tabla de salvación. Veo esto como una desgastada –y peligrosa– rutina de autoengaño que insiste en evadir asuntos pendientes que no habrán desaparecido de nuestro panorama político el 7 de junio. Tampoco me parece suficiente lo que vienen haciendo quienes aspiran a la presidencia. Es bueno que hayan ofrecido asumir compromisos como los de la Proclama Ciudadana, pero se trata apenas de elementos mínimos que en circunstancias normales ni habríamos considerado exigir (“si fueran tan amables, ¿prometerían respetar el marco constitucional y no quedarse en el poder de forma indefinida?”). No es suficiente. Lo que hoy necesitamos con urgencia es recuperar un mínimo de estabilidad política. Y me temo que son pocas las probabilidades de que lo consigamos simplemente con el triunfo de uno de los extremos sobre el otro.

Aunque cueste imaginarlo, la mínima estabilidad que necesitamos para enfrentar los inmensos desafíos actuales solo puede venir de un pacto que perfore las líneas divisorias con las que nos hemos acostumbrado a separarnos y enfrentarnos. Y ninguno de los candidatos lo está buscando. Tampoco los líderes de los partidos que no pasaron a segunda vuelta. No alcanza con alianzas entre pensamientos afines. Estamos ante un momento de catástrofe nacional, de profundo duelo general, de urgencias acentuadas y de perspectivas aún inciertas. Necesitaremos de un prolongado esfuerzo de recuperación que naufragará si continuamos enfrentados.

“Piedad por la nación dividida en fragmentos, y donde cada fragmento se cree a sí mismo una nación”, advierte el poema de Jalil Gibrán. Ese es el peligro que amenaza a nuestra patria –pero que señala también el camino a seguir–. Esa es la vieja herida. No podemos seguir mirándola de reojo. Si en tiempos de tan dolorosa adversidad ninguna de las candidaturas hace un esfuerzo genuino por convocar a sus adversarios para buscar conformar un gobierno con espíritu de unidad, mi voto no puede ir a ninguna de ellas. Hacerlo sería seguir alimentando el círculo vicioso que nos ha traído hasta aquí y que deberíamos sentirnos obligados a superar.

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