Margaret Renkel

Cuando aún no ha transcurrido la mitad de la nueva temporada de “” de HBO, una joven, Portia, rompe a llorar durante el desayuno. Se aloja en un complejo de lujo en Sicilia como asistente personal de uno de los huéspedes ricos. Mientras su compañera de mesa, una auténtica vacacionista, se toma sonriente con el brillante Mar Jónico de fondo, Portia mira a través de la terraza a su desesperada empleadora. “¿Es todo aburrido?”, pregunta con voz temblorosa.

El problema de Portia es solo en parte la obscena riqueza con la que vive en permanente proximidad. Como sugieren los alegres autorretratos de su compañera de desayuno, también está en desacuerdo con su tiempo: “Siento que debió de haber una época en la que el mundo tenía más, ¿sabes?, como misterio o algo así”, dice. “Y ahora llegas a un sitio como este, y es precioso, y tomas una foto, y luego te das cuenta de que todo el mundo está haciendo exactamente la misma foto, desde exactamente el mismo sitio, y tú acabas de hacer un contenido redundante para el estúpido Instagram”.

Este es el grito de cualquiera de la generación de Portia que esté prestando atención. También debería ser el grito de todos los demás. Con la llegada de la cámara que se mira a sí misma, el mundo humano dio un giro fundamental.

“La cámara es un instrumento que enseña a la gente a ver sin cámara”, solía decir la gran fotógrafa documental Dorothea Lange. Sin duda, esto era cierto para el caso de Lange, cuyas icónicas fotografías de los emigrantes de la era de la Depresión y de las colas de pan en las ciudades captaron tanto la belleza como la profunda angustia de la época.

Hoy comprendemos algo esencial sobre la sombría existencia de los pobres hace casi cien años, en parte porque Lange, una exitosa retratista, apartó su objetivo de la riqueza y lo utilizó para captar el sufrimiento. Incluso para la gente de su época, su trabajo era revelador, pues instaba a los ojos abatidos a mirar hacia arriba y hacia fuera, a ver –y registrar realmente– a los que luchaban.

Para eso ya no existen las cámaras de uso más frecuente. Mi hijo y mi nuera, que suelen ir de campamento, han visto a gente haciendo colas de al menos 50 personas para hacerse selfies con el celular en las cascadas y formaciones rocosas de los parques nacionales más populares.

Cuando pensamos en esta transformación de las cámaras, si es que lo hacemos, solemos centrarnos en sus implicaciones para la salud mental, sobre todo para las niñas y mujeres jóvenes, o lamentar la locura de las personas que han perdido la vida en busca del selfie perfecto. Pero en el contexto del número de selfies que se toman cada año –miles de millones, según Google–, merece la pena considerar lo que ese impulso nos dice sobre nuestra cultura y preguntarnos qué oportunidades estamos perdiendo como consecuencia de ello.

El mayor peligro de girar la cámara hacia nosotros mismos no es el riesgo mal calculado o la pérdida de autoestima. El mayor peligro es el que ocurre cuando nos convertimos en el centro de la fotografía, en el centro del mundo mismo. No es de extrañar que Portia crea que todo es aburrido. El solipsismo es un sistema cerrado.

La primera vez que una joven pareja que posaba para un selfie declinó mi oferta de hacerles una foto en un lugar pintoresco, caí en la cuenta de que algo había cambiado en el mundo. La gente prefiere sonreírles a sus propias caras reflejadas en un teléfono levantado porque hacer una fotografía ya no es principalmente una forma de conmemorar una experiencia. Hoy en día mucha gente busca experiencias que le proporcionen un envidiable telón de fondo para un selfie. Hay murales por toda mi ciudad que no existen por otra razón que la de atraer a los que se hacen selfies. Quizá también los haya en la tuya.

El autorretrato es una forma de arte consagrada, por supuesto, y hay buenas razones, incluso pragmáticas, para apuntar el lente hacia dentro. Me encanta ver a mi hijo y a mi nuera sonriendo, mejilla con mejilla, en sus fotos de viaje. Pero el mundo natural no existe para ellos principalmente como telón de fondo, y los selfies no son las únicas fotos que toman. También me encanta ver el maravilloso y milagroso mundo a través de sus ojos. Ojalá las redes sociales estuvieran llenas de fotos del maravilloso y milagroso mundo.

No me refiero solo a las impresionantes cascadas o al mar resplandeciente o a las vertiginosas vistas desde las cimas de las montañas o a los depredadores que toman el sol en las orillas de los estanques o pescan en los arroyos de las montañas o simplemente deambulan ociosamente en una naturaleza cada vez más llena de gente. Me refiero al extravagante mundo cotidiano que nos rodea, ese que casi siempre ignoramos, incluso cuando desaparece.

No dejo de pensar en cómo sería si todos nos tomáramos el tiempo de fotografiar esos milagros cotidianos. ¿Cómo sería si todas las personas con cámaras en los bolsillos se convirtieran en fotógrafos documentales –como Dorothea Lange, como Baldwin Lee– para hacer un registro colectivo de una verdad sobre el mundo que la mayoría de la gente aún no se ha molestado en ver?

La verdad de los cuervos relucientes llamándose entre sí; a través de los andamios de los edificios, que se levantan en lugares en donde antes había pinos. De zarigüeyas miopes que husmean entre las hojas caídas. De arrendajos azules que roban a las ardillas sus nueces almacenadas y ratones de campo que se refugian en edificios abandonados. De un buitre cabalgando una térmica, con sus grandes alas extendidas en señal de bendición.

No hay una forma sencilla de desterrar el hastío de nuestra época, pero quizá nos ayudaría dejar de mirarnos a la cara y dedicarnos a documentar el mundo natural en todas sus manifestaciones. Tal vez ese cambio nos cambiaría también en aspectos más esenciales. ¿Aprenderíamos por fin a amar el magnífico planeta en el que hemos nacido para habitar? ¿Lucharíamos para salvarlo?

Portia tiene razón: hubo un tiempo en el que el mundo tenía más –más misterio, más magnificencia– y, por ahora, todavía tiene esas cosas. El mundo ordinario nos dejaría sin aliento si pusiéramos en pausa nuestros podcasts, nos quitáramos los auriculares y escucháramos el viento en los pinos. Si levantáramos la vista de nuestras pantallas. Basta con que apuntemos nuestras cámaras y dejemos que nos enseñen a ver.

–Traducido y editado–

©The New York Times.

Margaret Renkel es colaboradora para “The New York Times”