Héctor López Martínez

El Perú no puede seguir en la situación en la que hoy se encuentra. Cada quien la vive, la sufre, sin que se pueda avizorar una solución rápida. Y esta tiene que ser lo más inmediata posible, pues la economía se derrumba día a día y los problemas sociales, en todo el país, no se solucionan; se eluden.

El gobierno de no da para más. A lo largo de nuestra historia, hubo regímenes que, por una u otra razón, se agotaron rápidamente a lo largo de toda su gestión. El de Castillo lo está haciendo vertiginosamente, en solo un año. Las causas del fracaso son múltiples. Castillo carece en lo absoluto de liderazgo, está rodeado de colaboradores opacos, sin mayor o nulo conocimiento del sector o asunto que les ha sido encomendado y, lo más grave, las acusaciones de corrupción alcanzan niveles pavorosos e involucran al jefe del Estado. Siento que no personifica a la nación y, más bien, la afrenta.

Castillo y sus corifeos piden pruebas, que no dudo se conocerán, pero no saben u olvidan que en política la sospecha es mucho más grave que la evidencia, porque la sospecha no tiene límites. Castillo gasta el tiempo en demagógicos y acotados discursos donde miente a porfía, se contradice, enfrenta a los peruanos y culpa de sus carencias, errores y probables delitos a los medios de comunicación que le son adversos y busca coartar la libertad de prensa. Pretende ocultar su incompetencia y las justas críticas que recibe en el hecho de ser provinciano, de humilde origen, de magros conocimientos, pese a ser maestro. Nada de eso lo descalificaría si gobernara correctamente.

El mariscal , uno de nuestros mejores mandatarios, era provinciano y, más bien, parvo de cultura, pero su inteligencia era brillante, poseía un liderazgo innato, era intuitivo, amaba intensamente al Perú y jamás hizo distingos entre los ciudadanos por ninguna razón o causa. Supo rodearse de las mentes más capaces, de hombres honestos que colaboraron en su gobierno. “Aptitud y mérito –decía el mariscal– son las únicas cualidades que busco y exijo en la provisión de los destinos”.

Ramón Castilla fue militar y demócrata. Respetó la libertad de prensa aceptando con hombría toda suerte de ataques, muchos de ellos torpemente calumniosos y procaces. Entre 1846 y 1851 pacificó un país anarquizado. Saneó su economía y encaminó al Perú en pos de la modernidad y sus ventajas. Castilla creó instituciones. Castillo las envilece y destruye. Jamás hizo negocios ocultos apoyado por dudosos elementos ni lucró en su beneficio ni en el de sus familiares. Por eso, el pueblo, sin distingos ni distancias, lo quería y respetaba. En una oportunidad, dijo: “Mis enemigos podrán acusarme de todo, menos de haber ensuciado mis manos con el orín del despreciable metal”.

Cuando en 1851 entregó el mando al general Rufino Echenique, El Comercio hizo votos para que también este hiciera un gobierno democrático. “Los hombres que en esta época se confiesan impotentes para gobernar con Cámaras independientes, diarios de oposición y clubs populares, que son los grandes elementos del gobierno de la libertad en el siglo en que vivimos –sentenció el Decano–, son incapaces de regir los destinos de una nación libre y deben retirarse de los negocios públicos”.

El historiador Fernando García de Cortázar, recientemente desaparecido, escribió: “Gobernar no es solamente representar. Gobernar es dirigir, asumir responsabilidades históricas, disponer de una ambición con la que se ilusione a un pueblo. Gobernar no es asumir una intendencia rutinaria, sino imaginar un futuro mejor”. Es lo que hizo Castilla y no hace Castillo.

Ramón Castilla partió a la eternidad cuando buscaba prestar un postrer servicio a la patria. El poeta Carlos Augusto Salaverry, exaltando su memoria, escribió: “La pluma de la historia dirá un día, / Cuando su cetro la verdad recobre: / Fue tan patriota cuanto ser podía / Y aunque el oro a sus plantas esparcía, / El pueblo le bendijo: ¡Murió pobre!”.