Nunca sabré cómo me contagié: ¿fue en el metro? ¿El tren? ¿El supermercado? ¿Me lo trajo uno de mis hijos del colegio? ¿Mi marido y mi otro hijo por esquiar en los Alpes? Al final, da igual, en Londres está por todos lados. El viernes 13 de marzo fui por última vez de compras y me aislé dedicada a leer las noticias del mundo con creciente fastidio ante quienes no hacían mucho caso. Tuve ganas de ir al yoga o al cine, pero decidí quedarme en casa y caminar por el parque, más de una hora cada día en absoluta soledad. El lunes celebré porque la universidad finalmente decidió que no habría clases presenciales y empecé a preparar las clases online.
El miércoles, después de dos noches de dormir muy mal, tomé una siesta porque como nunca tenía un dolor de cabeza muy fuerte. Ese día habíamos ido finalmente al supermercado que ya empezaba a verse un poco apocalíptico. Esa noche después de preparar la comida sentí cómo me subía la fiebre mientras comía. Mis hijos me acusaron de estar nerviosa, pero yo me conozco y no había tenido fiebre desde una salmonela en el 2003. No soy de enfermarme y no había tenido un resfrío en cuatro años, a pesar de que soy asmática.
El termómetro no mintió, 38°. Me bajé la fiebre con el pañito mojado que recomendaba la abuela y otra vez dormí pésimo. Comencé el 18 de marzo y los días se volvieron una interminable rutina de medirse la temperatura, tomar paracetamol, tomar agua, tomar té de kion y limón. El agotamiento era infinito: dolor de cuerpo, articulaciones, pasar el día entero en cama y no lograr descansar. Caminar unos cuantos pasos y agitarme. La única suerte que tuve fue que presenté poca tos y solo un par de noches llegué a asustarme un poco.
Mi marido y mis tres hijos adolescentes no han tenido un solo síntoma y me han cuidado todo este tiempo. Tendría que haber estado más aislada de ellos, pero la verdad es que en casa es difícil mantener la separación. Todos estamos confinados por 14 días y, por suerte, nos agarró con la refrigeradora y la despensa llenas, pues no podemos salir a comprar y aquí no hay delivery hasta mayo. Un amigo nos ayudó trayéndonos un poco más de paracetamol que consiguió de suerte en una farmacia, además de leche y huevos.
A los siete días me subió la fiebre a 39,2° y me sentí realmente muy mal; se supone que es en ese tiempo que se resuelve si es que mejoras o empeoras. Por suerte, al día siguiente me comenzó a bajar la fiebre: ya voy una semana recuperada. El cansancio ha sido mortal y todavía no logro hacer mi vida normal. Sigo sin apetito, comer ha sido lo más difícil y el mal sabor que me acompaña desde que comencé no se va, tengo llagas en la boca.
Pero ya estoy sana, ya tuve el virus. Aquí solo toman exámenes a los que terminan en el hospital; yo ni me di el trabajo de pedir uno. Sé perfectamente lo que tuve y se supone que en el futuro tendrán una prueba de anticuerpos para que quienes ya lo hemos tenido podamos saberlo.
¿Qué he aprendido de todo esto? Que hay que quedarse en casa, porque uno puede contagiar desde antes de saber que lo tiene. Que no es mortal en la gran mayoría de los casos, pero igual es incómodo, y le pide mucho al cuerpo para luchar contra él. Cuídense y cuiden a los demás, pero sepan también que a esto se sobrevive.
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