En los últimos 61 años, cuatro presidentes civiles en Brasil no lograron terminar sus mandatos, de cuatro maneras distintas. Getúlio Vargas se suicidó en 1954. Jânio Quadros renunció en 1961. Tres años más tarde, João ‘Jango’ Goulart fue echado por un golpe militar. Y en 1993 Fernando Collor fue impugnado. ¿Será que Dilma Rousseff va a convertirse en la quinta en salir antes de tiempo?
Este desenlace sigue siendo improbable, pero su posibilidad crece. Afortunadamente se puede descartar un golpe. También el suicidio: Rousseff, una guerrillera urbana cuando joven, dijo esta semana al diario “Folha de São Paulo” que nunca contempló tomar su propia vida, aún cuando fue torturada por el régimen militar brasileño. Pero, gracias a la combinación tóxica de una economía en vías de recesión y la hidra de corrupción envolviendo a Petrobras, la empresa petrolera de control estatal, su impugnación o renuncia ya no son totalmente impensables.
Después de tan solo seis meses de su segundo mandato, Dilma (como se refieren a ella los brasileños), padece una soledad política asombrosa. En la última encuesta nacional de Ibope, 83% la desaprobó –un número mayor que el de cualquier otro presidente desde la restauración de la democracia en 1985–. Está distanciada de su propio partido, el Partido de los Trabajadores (PT). Además, ha perdido el comando del Congreso, ya en manos del Partido del Movimiento Democrático Brasilero (PMDB), una aglomeración centrista de barones políticos regionales que –en teoría– es un aliado del gobierno pero con agenda propia.
Es un giro extraordinario. Por 12 años el PT dominó la política brasileña, gracias a las políticas sociales y la relación con ‘o povo’ de Luiz Inácio Lula da Silva, el antecesor y mentor de Dilma, y el crecimiento económico inesperado del ‘boom’ de los commodities. A Dilma le faltan las habilidades políticas de Lula (las relaciones entre ellos ya son tensas). Pero una mejora continua en los ingresos reales fue suficiente para darle una victoria apretada en la elección de octubre pasado, después de una campaña en la cual ella proclamó que la única amenaza al bienestar social eran las nefastas propuestas “neoliberales” de su opositor principal, Aécio Neves.
Ahora los brasileños saben que compraron un prospecto falso. Están pagando por los errores económicos del primer mandato de Dilma, cuando se alejó de la responsabilidad macroeconómica del comienzo de la era de Lula para adoptar una especie de capitalismo de Estado. Esta “nova matriz econômica” fue compuesta por cuentas públicas opacas, la politización de la política monetaria y una política industrial anacrónica dirigida a la sustitución de importaciones. Fracasó: el crecimiento fue mediocre, la inflación bien por encima de la meta y su campaña de reelección fue acompañada por un gasto público desmedido que duplicó el déficit fiscal a 6,75% del PBI.
Los brasileños son pragmáticos por naturaleza. Es a su crédito que Dilma reconoció que un ajuste fiscal y políticas más amigables hacia el sector privado son esenciales para que Brasil retenga su evaluación crediticia de grado de inversión y vuelva a la senda del crecimiento. Para esos fines nombró como su ministro de hacienda a Joaquim Levy, un halcón fiscal y liberal económico y ha dejado que el Banco Central eleve la tasa de interés para sofocar la inflación. Este ajuste ha tenido como consecuencias inevitables un incremento en el desempleo y una caída fuerte en los ingresos reales.
El mayor peligro político que enfrenta la presidenta viene de la investigación de la corrupción en Petrobras. Según la misma empresa, esta le costó US$2,1 mil millones en sobrecostos desviados a ejecutivos corruptos por sus contratistas. Según los fiscales, la mayoría del dinero se canalizó al PT y sus aliados (aunque una parte terminó en los bolsillos de los involucrados).
Los fiscales están investigando a unos 50 políticos, incluyendo al ex tesorero del PT y varios líderes del Congreso. El juez que dirige el caso ha ordenado el arresto preventivo de varios empresarios, para alentar que se conviertan en testigos privilegiados. Entre los últimos detenidos está Marcelo Odebrecht, el presidente de la empresa del mismo nombre.
Aunque Dilma presidió el directorio de Petrobras entre el 2003 y el 2010, nadie cree que es personalmente corrupta. Pero la investigación es una amenaza potencial para ella. Hay especulación de que el Sr. Odebrecht podría acusar a Lula, con quien tenía una relación cercana. Esto podría precipitar una ruptura entre Lula y Dilma. Pero Lula insiste que con Odebrecht solo actuó como un embajador para los negocios del país, en la misma forma que hacen ex presidentes del mundo entero.
Más dañino para Dilma es el testimonio, filtrado hace poco, de Ricardo Pessoa, el gerente de una constructora, quien alegó que 7,5 millones de reales de los sobrecostos fueron pagados a su campaña de reelección el año pasado. Al menos, en teoría, esto podría llevar al Tribunal Supremo Electoral a anular la elección. Al mismo tiempo, el Tribunal de Cuentas de la Unión (el equivalente a la contraloría peruana) probablemente va a dictaminar en agosto que los trucos fiscales preelectorales violaron la Ley de Responsabilidad Fiscal. Algunos abogados piensan que esto sería causa para impugnar a la presidenta.
Por lo tanto hay una posibilidad real de que Dilma no sobreviva. Pero el cálculo político en Brasilia apunta, por lo menos hasta este momento, a que probablemente lo hará. El PMDB está contento de ejercer poder sin responsabilidad; mejor, para ellos, dejar que Dilma pague el costo político del ajuste.
Las dificultades de Brasil conllevan algunas lecciones para el Perú. Primero, abandonar políticas macroeconómicas responsables, tarde o temprano, tiene un costo alto. Segundo, la política industrial de Dilma contribuyó indirectamente a la corrupción, por proteger a Petrobras de la competencia y, por lo tanto, de la transparencia.
Tercero, la mayoría de los fiscales y jueces brasileños son recelosos de su independencia. Su cruzada recuerda las investigaciones de ‘mani puliti’ (manos limpias) que tumbaron el corrupto edificio de la política italiana de la posguerra. Claro que hay riesgos de que se les vaya la mano. Pero la democracia de Brasil y su economía saldrán fortalecidas de sus apuros actuales. Los políticos (y los empresarios) van a pensar dos veces antes de coimear, o caer en trucos fiscales. En cuanto al PT, tuvo éxito en convertir a Brasil en un país menos desigual. Ahora probablemente se le recordará por sus esfuerzos ilícitos de perpetuarse en el poder. Tal como saben los peruanos, la alternación periódica en el poder es esencial para la renovación constante de la democracia.