La vida de los demás y nuestra propia vida dependen de la forma en que nos comportemos individualmente. Parece sencillo, pero no lo es. No hablo del Estado que viene activando sus planes y protocolos para enfrentar el coronavirus, y que desde ayer ha decretado un necesario estado de emergencia. Hablo de un ser humano cualquiera a cuyos oídos ha llegado la noticia de un mal que se propaga velozmente y que amenaza su vida. Siguiendo sus instintos tiende a protegerse, y está en su derecho. Pero, cuidado, si no protege a los demás todo será inútil, tarde o temprano le llegará su hora.
El contagio de enfermedades nos recuerda lo cercanas que en verdad estamos las personas, sea para bien o para mal. Y nos recuerda también lo frágil de la condición humana cuando la amenaza llega y no hace distingos por distrito, color de piel o marca de vestido. Un roce o un estornudo pueden desencadenar una calamidad en los otros. Es la facilidad del contagio la que trae de golpe la existencia de los demás. Siempre estuvieron ahí, pero de pronto cobran un sentido imprescindible, una rara hermandad. La sobrevivencia dependerá entonces de la forma como entendamos esa relación.
Hay que admitir que no somos una sociedad sensible a los riesgos. No lo suficiente. Miles de personas mueren en el transporte público o en los cauces de los ríos y quebradas todos los años. Tragedias previsibles que no han logrado cimentar una conciencia que nos alerte de los peligros. Y, por si fuera poco, tampoco estamos habituados a entender y acatar reglas de convivencia. Creemos que son un obstáculo para nuestros despliegues personales, o una manera de abdicar frente a la autoridad. Por esa vía y durante toda nuestra historia republicana, nos hemos perdido el beneficio práctico del orden y la previsibilidad que las normas aportan. Guiarse por reglas racionales reduce la incertidumbre y, por ende, la ansiedad y el pánico, tan corrosivos como el propio virus.
Pero el contagio enseña en carne propia –y si es pandemia mucho más– que si no compartimos información, artículos de higiene, víveres; si no volteamos a mirar a los mayores que viven en centros de atención, a los pobres que acuden a comedores populares, a los niños y niñas que crecen en los albergues, o a los pobladores de las comunidades y los pueblos indígenas, el riesgo crecerá para todos y por todos lados.
La Defensoría del Pueblo ha hecho sugerencias prácticas a las entidades estatales para enfrentar el virus, pero es su deber hablarle también a la sociedad. A una sociedad de más de 6 millones de pobres y 3 millones y medio sin acceso a agua potable. A una multitud de trabajadores informales saturados por las labores diarias y que no han sopesado la gravedad del momento actual. Y, desde luego, hablarles a los líderes naturales cuyo ascendiente sobre sus entornos es ahora un capital moral indispensable para persuadir, educar, colaborar hasta salir de la crisis, y ojalá hacer de esta experiencia una oportunidad para el cambio.
Estoy pensando en los dirigentes gremiales y estudiantiles, en los apus de las etnias amazónicas, en los viejos y admirados maestros de los centros académicos, en el párroco del pueblo o el pastor de una iglesia evangélica; pero también en las voces respetadas del vecindario, y en los llamados influencers de las redes sociales. Todos ellos tienen el deber de graficar la gravedad del momento, pero a la vez infundir serenidad; de transmitir su palabra informada y a la par despertar solidaridad entre sus seguidores. Mención especial a los padres y sobre todo a las madres que tienen ahora entre manos una oportunidad extraordinaria para educar a sus hijos en la convivencia fraternal, la disciplina de la mente frente a un peligro inminente y la solución pacífica de los conflictos al interior de los hogares.
Ser solidarios en tiempos de pandemia significa salir de nosotros mismos para proteger a los demás y, en ese trance, ser retribuidos con nuestra propia protección. No hay lugar para la indiferencia o la avaricia. Tampoco cabe la solidaridad a la distancia, ni la sola preocupación. Hay que hablar el lenguaje del ejemplo.