Un tema que ha llamado la atención recientemente es el debate sobre el ancla fiscal, es decir, el compromiso del Gobierno con la disciplina fiscal, que surge a raíz de la publicación del DU-032-2019, que modifica la regla fiscal, pospone la convergencia al déficit del 1% del PBI al 2024 (en vez del 2021), arriesga el cumplimento del tope de endeudamiento bruto del sector público fijado en 30% del PBI, y eleva, de facto, la deuda neta (deuda bruta menos activos), al utilizar como fuente de financiamiento los fondos conformantes de la cuenta única del Tesoro. Cabe anotar que el compromiso a mantener el ancla fiscal ha sido una constante desde los años 90, cuando se realizó el gran ajuste macroeconómico y muchos atribuimos el éxito del período de estabilidad macroeconómica y rápido crecimiento económico que gozamos desde entonces a este hecho.
Para justificar su decisión, el Gobierno argumenta que necesita mayor espacio fiscal para estimular el crecimiento potencial de la economía, implementando su Plan Nacional de Infraestructura para la Competitividad y el Plan Integral de la Reconstrucción con Cambios. Darse espacio para implementar políticas contracíclicas, es decir, acelerar el gasto de inversión para estimular el crecimiento, parecería conveniente en una economía que creció al 2% en el 2019, después de haberlo hecho en promedio al 6,1% en el 2001-13. Aquí es donde surgen las dudas: si aquel fuese este el caso, ¿por qué no limita exclusivamente el mayor espacio fiscal al gasto de inversión en el texto de la norma? Más aún, ¿qué nos hace pensar que el Gobierno pueda revertir la tendencia de subejecución de inversión del año pasado que llegó a alrededor del 50% del total en noviembre y excluyendo el ‘superchocolateo’ que implementó en diciembre para verse mejor en la foto?
Uno se pregunta si al hacer estas modificaciones estamos abandonando el compromiso con el ancla fiscal. A simple vista pareciera que no, pues la convergencia a la regla fiscal solo se ha pospuesto. Más aún, para justificar la ampliación del déficit, el MEF cita un estudio del FMI (que, por cierto, no publica) en el que se concluye que las menores tasas de interés de la deuda pública justificarían un mayor déficit para cumplir con el techo de deuda pública del 30% del PBI, al que se comprometió en la Ley de Responsabilidad y Transparencia Fiscal del 2016.
Nuevamente, aquí surge otro tipo de cuestionamientos. La citada ley provee lo que se conoce como las “cláusulas de excepción”, es decir, las condiciones que le permiten al Gobierno incumplir temporalmente con la convergencia, y esencialmente se citan dos: desastres naturales, como el fenómeno de El Niño (FEN) en el 2016, y choques externos exógenos, como fue la Gran Recesión en el 2009. Esta es la primera vez que una norma de ampliación del déficit se aparta de dichas “cláusulas de excepción”. Más aún, en un año electoral, se le transfiere al siguiente gobierno que jure el 28 de julio del 2021 el ajuste fiscal. ¿Qué nos garantiza que el nuevo gobierno no hará lo mismo y vuelva a ampliar el espacio fiscal con el argumento de que necesita impulsar el crecimiento? Finalmente, las tentaciones para aumentar el gasto corriente (salarios, transferencias y bienes y servicios públicos) en un gobierno que viene llegando a su final son enormes, y la norma evita fijar metas estrictas de gasto corriente, como se hizo en el 2016 cuando se amplió el déficit para enfrentar el FEN. Lamentablemente, en finanzas, donde los agentes tienen que anticipar los eventos, las señales de compromiso son a veces más relevantes que los hechos.
Recientemente, el Banco Central de Reserva nota en un reporte que el Perú tiene, junto con Chile, los niveles de endeudamiento público más bajos de la región. De aquí surge la pregunta de por qué el Perú no podría optar por un poco más de endeudamiento, como prevé el Gobierno con su cambio de metas fiscales. Una forma de responder a esta pregunta es comparando al Perú con países con igual calificación crediticia en términos de razón de deuda pública a PBI e índice de competitividad global (ICG) que calcula el Foro Económico Mundial para el 2019. De aquí lo que surge es que los países que tienen mayor deuda tienen un mayor índice de competitividad. Esto nos dice que si queremos aumentar nuestro nivel de deuda sin que nuestra calificación crediticia (léase, bajas tasas de interés) se afecte, es imperativo que escalemos en el ICG.
En nuestra opinión, esto tiene mucho sentido, pues dentro del ICG donde peor posición tenemos es en el subíndice de institucionalidad. Por ejemplo, Malasia, que tiene igual calificación crediticia que el Perú, mantiene una razón de deuda de 56%, y el Perú, 27%; pero en su índice de institucionalidad llega al puesto 25 de 141 países, mientras que nosotros estamos en puesto 94. Para las instituciones que financian nuestra deuda (incluyendo acreedores nacionales e internacionales) más importante que la deuda es el crecimiento potencial, la capacidad de generar flujos para pagar la deuda (es decir, el denominador de la razón deuda-crecimiento) y el Estado de derecho que les garantice la recuperación de sus deudas, es decir, nuestro nivel de institucionalidad. Si algo ha estado ausente en estos dos últimos años son precisamente las reformas, incluyendo las institucionales.