Roberto Pereira

En su libro “Polítika vs. Prensa”, Andrés Calderón documenta 72 proyectos de ley originados en el Congreso entre julio del 2015 y julio del 2021, con impacto negativo en la libertad de expresión. A este patrón de hostilidad se sumó entusiastamente el Pedro Castillo, incluso antes de que asumiera el cargo. En julio del 2021, remitió una carta al entonces ministro de Transportes y Comunicaciones, demandando la sanción de un medio por discrepancias con su línea editorial. Una vez en el cargo su desprecio por las libertades informativas escaló a niveles dictatoriales. Su seguridad impidió, incluso con violencia, la cobertura de sus actividades oficiales e inundó de rejas las inmediaciones de Palacio de Gobierno.

En noviembre del 2021, amenazó a los medios: “No me voy a permitir darle ni un centavo a aquellos que tergiversan la realidad, a aquellos que no quieren ver al pueblo, a aquellos que quieren hacer creer otra cosa”. Tres meses después, una funcionaria de la Presidencia del Consejo de Ministros denunció que el titular de esa dependencia, Aníbal Torres, la presionó para que no contratara publicidad estatal con medios críticos al Gobierno. Durante más de 100 días, el presidente se negó a rendir cuentas ante la prensa independiente sobre su gestión y las graves imputaciones en su contra sobre presunta corrupción.

Esta situación no ha mejorado a pesar de que hace unos días el entonces fiscal de la Nación dispuso investigarlo imputándole la presunta comisión de los delitos de organización criminal, tráfico de influencias y colusión, por hechos que se habrían cometido en el marco de una organización criminal de la que formaría parte y que operaría desde las más altas esferas del poder. Paralelamente la prensa difundió declaraciones de colaboradores eficaces que renunciaron a la reserva de su identidad, si nos atenemos a lo señalado por sus abogados, así como audios incriminatorios de personajes cercanos al presidente y que lo involucran. En este contexto el Gobierno anunció hace unos días la aprobación por el Consejo de Ministros de un proyecto de ley para criminalizar la difusión de contenida en las investigaciones, hasta con cuatro años de cárcel.

A la fecha, el proyecto no ha sido presentado al Congreso ni su texto difundido oficialmente, sin embargo, las declaraciones de los voceros gubernamentales que lo anunciaron basta para advertir que se trata de una iniciativa destinada a atentar contra la libertad de información. Asume que la reserva de las investigaciones es absoluta, sin embargo, el Código Procesal Penal (art. 138.3) permite que particulares con legítimo interés accedan a información de las investigaciones. Cuando estas involucran a altos funcionarios del Estado existe sobre ellas un legítimo y especial interés público. Eso explica que la Constitución (art. 139.4) establezca que los procesos –no se limita solo a una parte de los mismos– por responsabilidad de funcionarios públicos “son siempre públicos”. La investigación preparatoria es parte del proceso penal.

Se plantea criminalizar a jueces y fiscales que difundan información de las investigaciones, funcionarios que son los competentes para discernir qué información debe ser reservada para no afectar las investigaciones o los derechos de los investigados. Otorga de paso un arma poderosa a los investigados para deshacerse de fiscales y jueces incómodos. Si la propuesta se aprobara, sería delictivo difundir, por ejemplo, los registros de visitas a Palacio de Gobierno, la tesis del presidente de la República o las declaraciones públicas de colaboradores eficaces, solo por el hecho de que forman parte de las investigaciones. Otro efecto nocivo de la propuesta será el desfile de periodistas por los juzgados penales lidiando contra el intento de afectar la reserva de sus fuentes, con el riesgo además de ser imputados por no colaborar con la justicia. El efecto de autocensura es evidente.

Oponerse a este nuevo despropósito gubernamental de ningún modo equivale a avalar las filtraciones de información o los juicios paralelos, cuestiones que requieren un abordaje distinto y mesurado. La fiscal de la Nación marcó la pauta al anunciar la implementación de un mecanismo de información oficial y sin preferencias sobre el avance de las investigaciones.

La propuesta del gobierno es similar a una iniciativa aprobada por la Comisión de Justicia del Congreso a finales de enero de este año y que forma parte del prontuario de iniciativas legislativas contra la libertad de expresión que advertimos al inicio. La coincidencia en esta materia no debe extrañarnos, en el fondo se trata de la pretensión de la clase política de evitar el escrutinio público ante evidencias de su involucramiento en casos de corrupción. En el caso del presidente, con el agravante de que la medida anunciada se inscribe en una sucesión de hechos que dan cuenta de su falta de escrúpulos para utilizar el poder del Estado para interferir en las investigaciones que lo comprometen, y que comenzó con la ilegal destitución del exprocurador general del Estado que lo denunció, para reemplazarlo por una funcionaria decorativa. La pregunta que como sociedad debemos absolver con urgencia es si una persona con esa ejecutoria puede seguir ejerciendo el cargo de presidente de la República.

Roberto Pereira es abogado