En las últimas semanas el Jurado Nacional de Elecciones, Transparencia y otras instituciones han identificado a un importante grupo de candidatos y candidatas que registran sentencias penales o procesos judiciales por corrupción, narcotráfico, terrorismo, violación sexual o que mantienen deudas por alimentos y reparaciones al Estado. Se trata, entonces, de personas cuya idoneidad es cuestionable para asumir la delicada tarea de dirigir la gestión pública y administrar dinero de todos los peruanos.
Actualmente, un candidato solo puede ser excluido si ha consignado información falsa en su declaración jurada, si tiene una condena firme y vigente por delito doloso o si tiene impuesta una pena de inhabilitación de derechos políticos. La legislación no excluye a un importante número de candidatos que han cumplido su condena, tampoco a aquellos cuyas condenas están en revisión ni a quienes tienen antecedentes por incumplir con obligaciones alimentarias o de reparaciones al Estado. Asimismo, no están impedidos de postular los cerca de 800 alcaldes investigados por corrupción que quieren ser reelegidos, según la Procuraduría Anticorrupción, u otro grupo de postulantes que registran vínculos con el narcotráfico, según el Ministerio del Interior.
Tenemos que poner estándares mucho más exigentes para quienes aspiran a ser autoridades públicas por voto popular. En esta materia, el Congreso de la República tiene una deuda pendiente para atender la reforma política y del sistema de elecciones y de partidos políticos, planteada por el JNE y que hasta ahora no han sido atendidas. El derecho fundamental a ser elegido, que todos tenemos, debe ser armonizado con una adecuada protección a la gestión pública que, al final de cuentas, es la que garantiza un Estado eficiente y respetuoso de los derechos fundamentales.
En ese sentido, debe evaluarse, con responsabilidad y apego a la Constitución, la aprobación de requisitos que cierren el paso a aquellos postulantes que han demostrado no interesarse en el bien común sino en sus propios intereses y que, por tanto, no garantizan el ejercicio democrático del poder. Asimismo, es necesario adoptar normas que obliguen a las organizaciones políticas a transparentar al máximo sus fuentes de financiamiento, su sistema de elección de candidatos y que se fortalezca la labor de fiscalización y sanción del órgano electoral y del sistema penal cuando se oculte información o se verifique su procedencia ilícita.
Las organizaciones políticas también tienen una deuda pendiente. Sus procedimientos de ingreso y acceso a cargos dirigencia les deben ajustarse a parámetros democráticos y a criterios de servicio, mérito y capacidad, y no depender de aquellos que les provean de financiamiento para sus campañas políticas. Esto es fundamental para cerrarle el paso a dineros de origen ilícito. En ello, también el Congreso debe realizar las reformas legislativas que resulten necesarias. Constituye un primer avance, que saludamos, que algunos partidos políticos hayan anunciado que solicitarán el retiro de candidatos cuestionados, de conformidad con las normas electorales vigentes.
Finalmente, invocamos a la ciudadanía a que en el actual proceso electoral se preocupe por escoger a autoridades idóneas y honestas para el cargo, tanto por su preparación, sus equipos de trabajo, la seriedad de sus planes de gobierno, como por su calidad moral para conducir los destinos de sus vecinos.
En un contexto como el actual, en el que las redes de corrupción se han asentado y extendido en diversas instituciones públicas de escala regional y local, el Estado y las organizaciones políticas tienen la obligación ética y constitucional de adoptar medidas que garanticen que estas redes serán desmontadas y que la indignante experiencia del mal uso de la función pública no se instalará en el país.