“Si mi país hubiera logrado dar una respuesta medianamente buena a la pandemia, más de 400.000 brasileños seguirían vivos”. Esta es la cruda conclusión del epidemiólogo Pedro Hallal, cuyo testimonio, junto con muchos otros, se recabó en el informe final sobre el manejo del COVID-19 por parte del Gobierno de Brasil elaborado por el Congreso. El informe, que se dio a conocer la semana antepasada, es la culminación de una fascinante investigación que duró varios meses.
Por supuesto, no sabemos con exactitud cuántas de las más de 607.000 muertes en el país se pudieron haber evitado: el cálculo de Hallal es solo una aproximación. Pero la verdad es que no tenemos un presidente medianamente bueno. Ni siquiera uno ligeramente malo. Tenemos a Jair Bolsonaro, un hombre que sostiene que las principales víctimas del COVID-19 fueron “los obesos y los miedosos”.
El informe detalla cómo Bolsonaro ayudó a propagar el virus, sin importarle las vidas humanas. Y recomienda que se le acuse de nueve delitos, entre ellos, uso irregular de fondos públicos, violación a los derechos civiles y, el más grave, contra la humanidad.
El documento está lleno de revelaciones y anécdotas macabras. Pero más allá de las anécdotas, hay un relato aterrador sobre la aparente mendacidad y corrupción del Gobierno. Por ejemplo, la administración retrasó la compra de cientos de millones de dosis de la vacuna de las fuentes adecuadas mientras, según se informa, intentaba negociar con intermediarios turbios para una vacuna no aprobada (y cara). A Bolsonaro se le informó sobre las irregularidades, pero no hay pruebas de que este les advirtiera a las autoridades al respecto.
La semana pasada, el informe fue aprobado por el Senado. Fue una victoria, pero pudo haber sido mucho más: el borrador inicial proponía que se acusara a Bolsonaro de homicidio masivo y genocidio en contra de la población indígena de Brasil, pero esos cargos se eliminaron de la versión final. A pesar de ello, la votación equivale a una condena extraordinaria a Bolsonaro. El informe también recomienda acusar a dos empresas y a otras 77 personas.
Sin embargo, aunque el documento es digno de celebración, por desgracia, no es suficiente para hacer que Bolsonaro y sus aliados respondan por sus actos. El fiscal general de Brasil, Augusto Aras, nombrado por el presidente y considerado un aliado, tendría que iniciar un proceso penal. Es difícil imaginar que ello ocurra. Por lo tanto, les corresponde a los organismos internacionales, como la Corte Penal Internacional, exigirle que asuma su responsabilidad.
Quiero pensar que la historia condenará a Bolsonaro y a sus aliados por los horrendos crímenes que cometieron contra nuestro pueblo. Pero en este momento solo tengo un deseo: que la Corte Penal Internacional estudie bien el informe.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times
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