"La derrota (real y/o simbólica) no pasa ni termina con la incineración de un cuerpo, sino con la desactivación política, con el olvido, con la afirmación del ‘Una vez más’, con el re-volver a hacer, enfrentándonos directamente y no evitando o deshaciéndonos del problema". (Foto: Difusión)
"La derrota (real y/o simbólica) no pasa ni termina con la incineración de un cuerpo, sino con la desactivación política, con el olvido, con la afirmación del ‘Una vez más’, con el re-volver a hacer, enfrentándonos directamente y no evitando o deshaciéndonos del problema". (Foto: Difusión)
Elder Cuevas-Calderón

Tras la muerte de y las declaraciones tanto de una parte del Ejecutivo como del Legislativo sobre la suerte que correrían los cuerpos de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos al morir, aparece como algo de sentido común la incineración. Pero si algo hemos aprendido con el tiempo, es que un sentido común es siempre –siguiendo a Jacques Lacan– una represión común.

¿Qué se reprime al quemar un cadáver? ¿Acaso la urgencia por la cremación puede ser un vaso vinculante que nos permita ver la conexión entre dos discursos en apariencia opuestos? Indaguemos junto con las reflexiones del libro “Sobre héroes y víctimas” de Juan Carlos Ubilluz.

En general, cuando entramos en estos terrenos de debate en la opinión pública, suelen vislumbrarse dos posturas en constante tensión. La primera, que apela a la defensa del Estado-nación, y la segunda, que procura el giro ético cuyo valor máximo es la vida. Claro está, con una predominancia del discurso de la seguridad sobre el de los derechos fundamentales.

Sin embargo, aunque parezcan contradictorios, ambos operan más bien como oposiciones. Así, mientras la contradicción evoca una inviabilidad lógica, la oposición requiere de su contraparte; son dependientes, complementarios a partir de una misma raíz: la .

Es decir, tanto la defensa del Estado-nación como el giro ético tienen a la víctima como norte. De allí que, en su nombre, se haga todo para cuidarla, incluso “higienizar” un territorio. En consecuencia, si se tiene dicho norte, no es gratuito que aparezcan de inmediato las voces que reclaman el derecho a la injerencia para luego declarar la guerra contra la humanidad o contra el terrorismo. En breve, un discurso en el que la ética suspende a la política, empleado en toda acción en la que se vulnera la soberanía (política) en nombre de la libertad de un territorio (ética). Todo esto, siempre, enarbolando a la víctima. Véase cómo este discurso ha sido empleado tantas veces en Oriente Medio, usurpando y transgrediendo gobiernos siempre en nombre de las víctimas (que han “perdido su libertad”).

Pero la víctima no es evocada desde el aire. Para hacerlo, se necesita un sujeto humanitario que la nombre, que se muestre compasivo e ilustrado; ergo, que acoja el testimonio de la víctima para educar al público e impedir el “Mal” como principio activo y su eterno retorno. Es decir, una inversión de la fórmula augustiana. El “Mal” da rienda suelta a un “bien” que suele venir empaquetado a modo de acción reparadora o de un intento por contenerlo. Porque no es un “mal” que aparece una vez, sino que amenaza con volver: encarna un tiempo cíclico que mira hacia atrás como un destino inminente. Dicho de otra forma, impedir que pase lo que ya pasó en otro lugar.

De allí que surjan, casi a modo de reflejo muscular, las campañas y los eslóganes enunciados desde el ‘¡Nunca más!’. Una estrategia discursiva que realza la posición pasiva (víctima) por sobre la activa (agentes). Así, se recuerda con facilidad al Holocausto, pero no a los antisfascistas; a los esclavistas, pero no a los anticolonialistas; a los terroristas, pero no a los ronderos. En breve, se realza lo que puede pasar en lugar de lo que se puede hacer. No es gratuito, entonces, que ante cualquier propuesta de agencia esta sea proscrita o encienda las alarmas de ser “subversiva”.

Si algo queda claro es que, aunque en la arena pública peruana hay posiciones disímiles, estas no son, en realidad, tan distintas, puesto que ambas producen sentido desde la víctima. Se basan en la negación, en el ‘¡Nunca más!’ por encima de la afirmación.

La demanda por incinerar un cuerpo (ya sea el de Guzmán, el de Fujimori o el de Montesinos) revela la ausencia de la política en el debate público.

La derrota (real y/o simbólica) no pasa ni termina con la incineración de un cuerpo, sino con la desactivación política, con el olvido, con la afirmación del ‘Una vez más’, con el re-volver a hacer, enfrentándonos directamente y no evitando o deshaciéndonos del problema.