Matthew Walther

En “La rama dorada”, su obra maestra de religión comparada, James Frazer estudió las costumbres según las cuales los monarcas eran relevados de su cargo sagrado. Tan pronto como un gobernante de este tipo mostraba signos de debilidad que sugerían que sus poderes divinos estaban en decadencia, “debía ser asesinado”, observaba Frazer, “y su alma debía ser transferida a un sucesor vigoroso antes de que se viera seriamente afectada por la amenaza de la decadencia”.

Desgraciadamente, este traspaso de poder sin fisuras, escribía Frazer, no siempre tenía éxito o tan siquiera era posible: si el cacique moría por causas meramente naturales o si un heredero indigno le sucedía en el cargo, el “alma” del gobernante se “perdería para sus adoradores” y “su propia existencia estaría en peligro”.

El dilema mágico de Frazer –en el que una tribu debe decidir si extirpa su cabeza a riesgo de perder su cuerpo– me parece un marco mucho mejor para entender el futuro de en la política estadounidense que el lenguaje estrechamente analítico de la elegibilidad y las públicas.

La candidatura de Trump para la nominación presidencial republicana en el 2024 que anunció el martes parece haber sido condenada por las recientes elecciones de mitad de período. El fracaso de muchos de los candidatos a los que apoyó sugiere lo que las últimas encuestas ya habían insinuado: Trump ha perdido su encanto. Los comentaristas han sido casi uniformes en su insistencia de que Trump ya ha sido suplantado por Ron De Santis, gobernador de Florida, que se ha distinguido por su oposición a las cuarentenas y su antagonismo hacia el ‘establishment’ educativo, y que logró ganar la reelección por un amplio margen.

Por supuesto, podría refutarse. Estamos a años de las elecciones y las contiendas primarias suelen ser perdidas por los líderes que parten con ventaja en las encuestas, así como por los candidatos preferidos por los funcionarios del partido. Pero el verdadero argumento a favor de Trump –el que hacen, aunque sea de forma incipiente, sus partidarios– no tiene casi nada que ver con su historial real en el cargo. Para los leales al expresidente, su pretensión de ser nominado por el Partido Republicano es una cuestión de justicia, ligada a fuerzas históricas inexorables.

Incluso antes de que Trump se asegurara la nominación de su partido en el 2016, su campaña fue notablemente impermeable a cuestiones como la forma en que se desenvolvería con los votantes femeninos de los suburbios o sus puntos de vista sobre la prestación de atención médica. Por el contrario, fue abiertamente imperial. Como sugería la estética de falso rococó de la Torre Trump, era un héroe de la Era de la Revolución, una parodia campestre de Napoleón Bonaparte.

Sus puntos de vista sobre la política pública eran menos importantes que lo que representaba en las mentes de sus partidarios y detractores por igual. Lo que prometía era nada menos que la destrucción total del orden político establecido, una remodelación de las instituciones estadounidenses a su imagen y semejanza, a la escala de las reformas permanentes de Bonaparte, poniendo patas arriba el sistema legal, la administración, la banca y la recaudación de impuestos.

La declaración de Trump sobre las causas socialmente conservadoras parecía tener tanta convicción como el acercamiento de Bonaparte a la Iglesia Católica, pero en ambos casos la pureza doctrinal no era lo importante. Lo era la consolidación del poder. En este sentido, la derrota de Trump en el 2020 fue simplemente una especie de exilio, con Mar-a-Lago como su Elba.

Lo que los trumpistas han intuido es una comprensión esencialmente antiliberal de la autoridad, una basada no en los procesos deliberativos de las mayorías electorales, sino en una concepción romántica de un líder que encarna la esencia de una nación. Creen que debe ser restituido en su cargo porque este le pertenece, independientemente de quién lo ocupe actualmente. El emperador Trump era el alma del mundo que descendía por la escalera mecánica. Creo que, por eso, para los partidarios más entusiastas de Trump, sus defectos no son simplemente excusables, sino que parecen estar por debajo de la discusión o incluso de la atención.

En la zona rural del suroeste de Michigan, puedo dar fe de que las banderas y carteles de Trump son omnipresentes, al igual que hace dos años. Aquí en las provincias, en todo caso, la fuerza del emperador parece no haber disminuido. ¿Se establecerá algún día el culto a la 45ª presidencia, como hizo el bonapartismo en Francia, como la ideología por defecto de las clases medias y trabajadoras políticamente desvinculadas? En respuesta a esta temible pregunta, es poco probable que las encuestas sean de gran utilidad.


–Glosado, editado y traducido–

© The New York Times

Matthew Walther es periodista estadounidense. Este es un artículo especial de The New York Times.

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