Dos días tarde. Cuando los primeros terremotos sacudieron el sur de Turquía el 6 de febrero, tardamos un día entero en la planificación y otro en el viaje antes de llegar al epicentro, Gaziantep. El vuelo desde Estambul suele durar unos 90 minutos, pero había mucha gente dirigiéndose al sur para ayudar, y nuestro grupo –unos 160 voluntarios de búsqueda y rescate– tuvo que esperar su turno.
Cuando por fin llegamos a Islahiye, una ciudad de Gaziantep, un hombre con el pelo cubierto de polvo le preguntó al gendarme por qué, cuatro días después del terremoto que había provocado el derrumbe del edificio de departamentos Sehit Zafer Yilmaz sobre su familia y otras 19 personas, por fin estábamos escuchando sonidos de vida entre los escombros. Le había dicho al mismo gendarme que había oído ruidos el primer día y el segundo y el tercero, pero le habían dicho que allí no había nada. “Hay otros 6.000 barrios como el suyo”, le dijo el gendarme. Había muchos otros barrios y muchos otros edificios. Solo en Islahiye había al menos otros 140 edificios como el Sehit Zafer Yilmaz.
Cuando se produce un terremoto de noche, lo normal es intentar llegar primero a los dormitorios, pero los departamentos del Sehit Zafer Yilmaz se doblaron como un libro: un baño del piso de arriba daba a un balcón del piso de abajo, y el suelo de la cocina colgaba por encima de nuestras cabezas. Así que empezamos a cavar al azar. Éramos un ruidoso revoltijo de mineros, obreros, policías, trabajadores municipales, voluntarios y buscadores y rescatadores, con nuestros martillos neumáticos, cortadoras hidráulicas, palas, excavadoras y grúas; todos haciendo equilibrio sobre un precario montículo de metal retorcido y cemento que podía venirse abajo con la siguiente réplica.
En turco, el lugar que estábamos excavando era, en lenguaje de rescate, el ‘olay yeri’, que también significa “la escena del crimen”. El término me pareció apropiado. Las primeras víctimas que encontramos fueron un hombre y su hija pequeña. Los dedos de sus pies azules desnudos apuntaban hacia arriba, y la pierna de la niña se enroscaba alrededor de la del hombre. Donde había estado su cintura había un bloque de concreto. Era demasiado arriesgado llegar hasta ellos, así que tuvimos que dejarlos donde estaban y seguir hasta el departamento de una mujer y su hija. Las encontramos abrazadas. El marido de la mujer, un policía que estaba ayudando en el lugar, lloraba en silencio mientras nos apresurábamos a cubrir los cuerpos con mantas antes de meterlos en bolsas negras para cadáveres.
El cuarto día pedimos a cualquiera que estuviera atrapado que tocara tres veces el objeto más cercano. Utilizamos un detector capaz de captar las vibraciones más suaves, como el arrastrar de los pies, y vi cómo las barras del monitor subían y bajaban, sugiriendo una respuesta. El policía cerca de mí no se dejó impresionar. Ya había desenterrado dos veces cuerpos sin vida donde se había detectado un ruido. Pero, dijo, debíamos buscar a todo el mundo, vivo o muerto, con el mismo ímpetu. A la mañana siguiente, nuestro equipo sacó a un niño pequeño del lugar que había marcado el detector. Un paramédico dijo que parecía haber muerto horas antes.
En otro de los edificios que me asignaron corría el rumor de que el contratista que lo había construido había sido asesinado. Aquí se habla de los contratistas como si tuvieran que cargar con la culpa de las 40.000 muertes y más. No cabe duda de que desempeñaron su papel, cortando esquinas y sobornando a los auditores que deben comprobar si los edificios cumplen las normas. Pero ¿qué hay del hombre que, según nos dijeron, derribó las columnas de la planta baja de un edificio para hacer sitio a un supermercado? ¿O del que sigue vendiendo cemento mezclado con arena de mar y grandes rocas, a pesar de todas las normas que lo prohíben? ¿O del enésimo alcalde que se olvidó del plan de emergencia? ¿O de nosotros, los supuestos rescatistas, que llegamos dos días tarde?
El lunes por la noche, otro fuerte sismo de 6,4 grados sacudió la región. Los trabajadores de emergencia empezaron a buscar sobrevivientes bajo los edificios recién derrumbados. Esta vez, sus corazones pesarían más, pero al menos el polvo aún no se habría asentado.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times