Mi mejor amigo de infancia vive en Nueva York. Después de cada ataque ruso con misiles contra Kiev, me pregunta por WhatsApp: “¿Cómo has vivido el bombardeo?”.
El primer año de la invasión me explayaba en mis respuestas. Describía el silbido diabólico de los misiles balísticos, me quejaba de lo difícil que era recuperar la respiración después de ese sobrevuelo tan cercano de la muerte. Contaba detalladamente la diferencia entre el sonido de un impacto y el sonido ensordecedor del derribo de un misil en el aire. Sobre cómo los restos de misiles destruyeron varias viviendas en el pueblo de al lado y mataron a una mujer, a la que solía comprar fresas en primavera. Ahora contesto brevemente: “Estoy bien”.
No me atrevo a escribir sobre lo demás. No quiero explicar cómo comienza todo habitualmente. Cómo a medianoche salta la notificación de nuestra defensa antiaérea sobre el despegue de unos cinco o seis bombarderos rusos de una base aérea rusa más allá del círculo polar. Cómo estimamos normalmente el momento en el que alcanzarán la línea de lanzamiento de misiles, cuánto tiempo tardarán los misiles en llegar al espacio aéreo de Ucrania y, por lo tanto, cuánto tiempo tenemos para dormir antes del ataque.
He conseguido habituarme para aprovechar incluso esa hora y media de sueño cuando decenas de misiles ya han sido lanzados y ya están volando en camino. He aprendido a quedarme dormida con el pensamiento de que, prácticamente en una hora, alguien de nosotros morirá de nuevo, alguien quedará herido, alguien perderá su hogar, a sus familiares, a sus amigos, a sus hijos.
Normalmente, los misiles llegan hacia las cuatro de la madrugada. Vienen en grupos que se mezclan con los drones kamikaze iraníes Shahed. Los seguimos en nuestras redes sociales en tiempo real: vemos cómo entran desde Crimea, ocupada por los rusos desde el 2014, para luego atravesar Mykolaiv y explotar en Odesa, o cómo cruzan la orilla oriental del río Dnipro rumbo a Kiev.
Suelen llegar cuando despunta el amanecer y los pájaros comienzan a cantar. Cuando el sonido de las alarmas antiaéreas se desvanece y los misiles aún no han explotado, oímos desde el otro lado de la ventana los sonidos de la mañana. Suelo dejar la ventana abierta para que la ola explosiva no reviente los cristales y bajo para esconderme debajo de las escaleras de hormigón. El ataque dura una o dos horas. Durante todo este tiempo monitoreo las noticias. Deteniendo la respiración, leo dónde ha habido impactos, cuántos heridos y víctimas mortales hay.
Recuerdo la sensación de caer en un vacío negro al leer cada mensaje: la presa de Kajóvka ha sido volada, la planta hidroeléctrica de Dnipro está en estado crítico, la central térmica de Trupilia ha sido destruida. Las iglesias, los monumentos arquitectónicos, los hospitales, las estaciones de tren, los puertos, los silos de grano: es todo lo que constituye el cuerpo de mi país. Siento ese cuerpo y sus heridas como si fueran mías.
Cuando las alarmas se apagan, vuelvo a mi habitación. En ese momento se suele activar el riego automático de mi césped. Nada me tranquiliza más que los chorros de agua que riegan mis rosas, lavanda y árboles. Ese sonido de riego es mi vínculo con la vida normal, con mi casa y con la magia de volver a la normalidad o, más bien, a su espejismo. Cada uno tiene una ventana de rescate al mundo de antes: el pintalabios rojo de la amiga, el tradicional doble expreso de camino al trabajo, la antigua cafetera de mi madre. Es una especie de arraigo, la sensación de estabilidad que nos permite aguantar y seguir respirando.
He estado pensando todo este tiempo sobre esa sensación de estar en casa, el vínculo que se tiene con tu tierra natal. Incluso si se trata de un fragmento de nuestra tierra natal de la que no tenemos dónde retirarnos y por el que cada uno de nosotros aguanta para ganar las batallas mayores.