Existe en el Perú un fetiche respecto de la Constitución. Por algún motivo místico hay quienes sostienen que es la causa de todos nuestros problemas, que su reemplazo remediaría nuestros males. Una asamblea constituyente sería iluminada por la providencia y redactaría un documento divino dictado por el “pueblo”, tal cual la recitación del Corán por Alá a Mahoma. Esta nueva constitución terminaría con la corrupción y restauraría nuestra dignidad. Sería la solución de todos nuestros problemas; y sospechamos que, incluso, haría llover maná.
Todos sabemos (o deberíamos saber), empero, que una constitución no es un documento milagroso, sino una herramienta de control del poder estatal. Cualquier propuesta para su modificación, por más enmascarada que se encuentre con ofertas de bendiciones, lo único que pretende es ampliar los poderes del Estado a costa de una correlativa restricción de libertad de los ciudadanos.
El discurso sobre el cambio de constitución está arropado de argumentos demagógicos sobre la inclusión de derechos que supuestamente no están en nuestra Carta Magna (como la vida, la salud o la educación), cuando sí están. Basta leer la Constitución para saber que eso es falso. Es claro que lo único que realmente se pretende es la modificación del régimen económico actual.
La idea es reemplazar el actual sistema económico por uno de planificación estatal al que eufemísticamente han denominado “economía popular con mercados”. Cuando es explicado, este término nos recuerda el relato del recientemente proclamado presidente sobre un pollo vivo, que en realidad estaba muerto, pero que, estando muerto, en realidad estaba vivo.
Ahora bien, lo que pretende este cambio es expandir el rol del Estado para que en lugar de ser subsidiario se le permita ser un participante activo en la economía.
Esto puede entenderse con facilidad tanto de cualquiera de las declaraciones de los voceros de Perú Libre como de los diversos documentos en los que han ido plasmando sus ideas. Ya sea que uno lea el ideario marxista-leninista que presentaron como plan de gobierno o los posteriores planes de gobierno exprés que ha emitido para, supuestamente, moderarse. Siempre encontramos lo mismo: intervencionismo puro y duro. Sea este mediante controles de precios –evidentes o velados– o a través de la provisión de bienes mediante empresas públicas. Subsidios y regulaciones por doquier. Todo financiado, naturalmente, mediante la creación y el alza de impuestos, acompañado de un mayor endeudamiento estatal.
Los peruanos ya hemos tenidos experiencias con estados que participan activamente en la economía. La más reciente terminó a inicios de los decada de los noventa. Sus resultados: (i) una hiperinflación de casi 4.500%; (ii) que el FMI nos califique como un “país no eligible”; y, (iii) una devaluación de la moneda nacional que llegó al absurdo de necesitarse 175.000 intis para obtener US$1.
Lo que, de otro lado, se pretender dejar de lado es un sistema que, al limitar el rol del Estado, nos permitió, entre muchos otros logros, incrementar del ingreso per capita USD$5.738 en 1990 a USD$14.123 en el 2019, así como reducir la tasa de pobreza de 53,9% en 1990 a 20,6% en el 2019.
Felizmente, quienes buscan impulsar este cambio en nuestra Carta Magna, deberán, a menos que quieran caer en el golpismo, transitar un largo sendero (no precisamente luminoso) para poder llevar a buen puerto sus aspiraciones. Esto debido a que, al menos bajo la Constitución actual, en el Perú aún no se elijen dictadores, sino presidentes y sus poderes están limitados por un endeble, pero no inexistente, marco institucional. Así, para poder modificar la Constitución para que admita su modificación vía una asamblea constituyente se requiere de 87 votos en dos legislaturas ordinarias consecutivas o que el Pleno del Congreso apruebe la modificación con 66 votos para que el asunto pueda llevarse a referéndum cuatro meses después.
Por lo pronto, nos corresponde estar en pie de lucha para defender el sistema que tantos beneficios ha generado y seguir explicando, hasta el cansancio, que la Constitución no es el problema. Lo son los gobernantes. Basta de atribuirle a un documento la naturaleza de ser un objeto de culto al que se le atribuya poderes sobrenaturales. Basta de fetichismos constitucionales.
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