Lo conocí en agosto del 2004. Él tenía 76 años y yo 20 menos. Para aquel momento, era una diferencia de edad aún considerable. Me convocó a verlo el doctor Jorge Avendaño, su abogado en un asunto importante, y esto me llamó la atención porque, de entre los estudios de abogados de primer nivel en el Perú, uno es el Estudio Miranda Amado, del que fue fundador.
La reunión fue grata e interesante. Yo conocía a Jorge desde mis años de estudiante y éramos colegas en la enseñanza. Jorge y Juan (quien me pidió que lo tuteara desde el primer momento) eran antiguos amigos. Yo no sabía exactamente a qué tipo de evento iba a entrar pero, a los pocos minutos, Juan había convertido la entrevista en una reunión de amigos, colegas de Derecho. Recibí de él ese mismo trato, en adelante, hasta el 7 de noviembre pasado, cuando me enteré de su fallecimiento. Esto es un testimonio personal en homenaje a Juan: un caballero en todo el sentido de la palabra, más allá de las distancias generacionales. Tanto él, como Jorge, me dieron el trato de hermano menor que siempre recordaré y agradeceré.
El asunto que tratamos tuvo que ver con un amigo de Juan que vivía en el extranjero y a quien se le había abierto un proceso legal complejo en el Perú: la reunión era para apoyar a ese amigo, porque necesitaba que alguien de su total confianza lo asesorase. Debo confesar que esa solidaridad me llamó mucho la atención. Prejuiciosamente, antes de conocerlo, pensaba yo que una persona como don Juan Miranda Costa no se ocuparía de ese tipo de solidaridades. Me sacó de ese error.
Debía responder yo unas preguntas constitucionales y, por las peculiaridades del caso, se me ocurrió no comenzar el informe hablando de Derecho, sino dando una versión de las circunstancias, más bien como relato que como una enumeración de acontecimientos. Pensaba que él, un abogado formado clásicamente, tal vez preferiría enumerar, fórmula solemne y usual.
En mi apoyo, le recordé que Alfredo Bryce Echenique había dicho que “las mejores cosas siempre les ocurren a los que las cuentan mejor”. Sonrió con la cita y, luego de evaluar la propuesta, me dijo que le parecía muy bien. Recuerdo, también, que me hizo algunas sugerencias para contar mejor todo aquello. Juan no vivía en el pasado: su mundo era el de hoy y aceptaba compartir lo clásico con los nuevos usos y costumbres.
Luego de ese primer encuentro, trabajé unos cuantos asuntos más a su pedido. Pude ver cuán bien conocía el Derecho, su sentido afinado para poner énfasis en el corazón de cada tema y su alegría de vivir, combinando lo profesional con historias, anécdotas y comentarios del pasado, presente y futuro.
Estaba atento a lo que ocurría en el Perú. Se notaba que mantenía una reflexión constante sobre su idiosincrasia y situación. Amigo personal de más de un gobernante, luego de las reuniones de trabajo, hablaba con los congregados de política para formarse ideas más precisas de los hechos y formular consejos para aquellos amigos empresarios y amigos políticos. La verdad, no sé si nuestras opiniones lo ayudaban, pero siempre tuvo la muy grata cortesía de escuchar y agradecer.
Quienes tuvimos la suerte de conocerlo extrañaremos las calidades humanas que muestran estas anécdotas. Sería bueno que todos, conforme acumulamos años, nos convenciéramos de que el tiempo de hoy es siempre el nuestro, que tuviéramos una actitud alegre frente a todo lo que va desde el largo pasado al previsible futuro, y que nos adaptáramos a las cosas nuevas y mejores que trae el devenir humano.
Estoy seguro de que, en esa otra vida, seguirá pensando en su querida familia, en todos nosotros, en su Perú, y seguirá buscando un mejor futuro, él, que ahora vive fuera del tiempo.
Contenido sugerido
Contenido GEC