El Perú es de esos lugares en los que cada cierto tiempo se discuten los mismos asuntos una y otra vez. La aplicación de la pena de muerte es de esos temas de “eterno retorno” en nuestra vida nacional. En esas ocasiones se menciona al derecho internacional de los derechos humanos como su principal obstáculo, pero casi nunca en términos muy amistosos.
En 1978, el Perú ratificó, es decir, aceptó cumplir las obligaciones jurídicas incluidas en dos tratados: la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP). El artículo 4 de la Convención Americana, sin prohibir la pena de muerte, limita expresamente la posibilidad de sus estados parte de incluir nuevos supuestos de aplicación de la pena de muerte en su legislación nacional: “[No] se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente”. Para 1978, el Perú la permitía en tres supuestos previstos en la Constitución Política de 1933: (1) traición a la patria, (2) homicidio calificado y (3) “todos aquellos que señale la ley”. En 1974, el Decreto Ley 20583 disponía su aplicación para los casos de violación sexual de menores de 7 años. Por lo tanto, al momento de nuestra ratificación de la Convención Americana, era perfectamente posible aplicar la pena de muerte a un violador de niños.
El panorama cambia con la entrada en vigencia de la Constitución Política de 1979, que en su artículo 235 prohibía la pena capital salvo para los casos de “traición a la patria en caso de guerra exterior”. Es decir, para 1979, nuestra propia legislación apostaba por dejar solo un supuesto de aplicación.
Alguno me dirá con perspicacia que, si al momento de la ratificación del tratado el Perú permitía la aplicación de la pena de muerte para violadores de menores de 7 años, ¿acaso no estaría permitido restablecer hoy, al menos parcialmente, la situación de 1978? La Corte Interamericana nos adelantó la respuesta en 1983, en su Opinión Consultiva OC-3/83, cuando afirmó que la Convención Americana “prohíbe de modo absoluto el restablecimiento de la pena capital para todo tipo de delito, de tal manera que la decisión de un Estado parte en [ella], cualquiera sea el tiempo en que la haya adoptado, en el sentido de abolir la pena de muerte se convierte, ‘ipso jure’, en una resolución definitiva e irrevocable”. Todo paso estatal hacia la abolición de la pena de muerte en el sistema interamericano es, pues, irreversible.
Claro, nuestra Constitución actual añade desde 1993 en su artículo 140 un supuesto hasta entonces inexistente: el terrorismo. Pero esta posibilidad nunca se ha materializado, precisamente, porque la misma disposición constitucional señala que su aplicación será conforme “a los tratados de los que el Perú es parte obligada”. En otras palabras, de acuerdo con lo previsto por la Convención Americana que no permite ni ampliar ni revivir lo ya abandonado.
Obviamente, siempre queda la salida de denunciar la Convención Americana en el marco de sus propias reglas: avisando la partida con un año de anticipación y dejando siempre que culminen todos los procesos internacionales ya iniciados tanto en la Comisión como en la Corte Interamericana. ¿En verdad queremos eso? A la fecha, solo Trinidad y Tobago y Venezuela han seguido esa sinuosa ruta. Todos los demás que entraron al sistema no piensan salir.
Los especialistas suelen olvidar al PIDCP, que es todavía más radical, pues no permite que los estados que lo han ratificado salgan de él. Y, a propósito de la pena de muerte, el Comité de Derechos Humanos, que se encarga de interpretarlo, dijo el año pasado que sus “estados parte no pueden transformar en un delito castigado con la pena capital aquel que, en el momento de la ratificación del pacto o en cualquier momento posterior, no fuera punible con la pena de muerte”.
Estamos, entonces, ante un doble candado internacional. Menudo lío en el que nos meteríamos si decidimos avanzar una propuesta que intente extender la pena de muerte para algún antiguo o nuevo supuesto. No vale la pena. Lo que es peor, es una distracción innecesaria frente a lo más importante: las razones y las estructuras desatendidas detrás de la comisión de estos delitos.