Hace 44 años, Deng Xiaoping inició el período de “reforma y apertura” que transformó a China de una nación pobre y autárquica en una potencia mundial emergente. El presidente Xi Jinping puso fin a esa era la semana pasada. Xi salió del Congreso del Partido Comunista Chino con una autoridad indiscutible y unos planes para China que giran en torno a su obsesión por el control y la seguridad, incluso si eso significa perjudicar a la economía.
En la política comunista china, los pequeños cambios en la redacción pueden anunciar grandes modificaciones en la ideología y la política. Si quedaba alguna duda sobre las intenciones de Xi, las disipó prometiendo que China se mantendría en su política de cero COVID-19 “sin vacilar”. El enfoque de su gobierno frente a la pandemia, una política de salud pública en el nombre, es en realidad la herramienta de seguridad más poderosa ideada por el Partido Comunista, que restringe el acceso al país y controla quién puede ir a dónde, apoyado por aplicaciones de seguimiento que los ciudadanos y visitantes deben tener en sus celulares.
Los controles de COVID-19 han enfadado a los ciudadanos, paralizando la economía china, diezmando el consumo interno, perturbando la fabricación y la logística, y repeliendo a los inversores.
No cabe duda de que Xi no tiene intención de abandonar por completo el éxito capitalista que rejuveneció a China y le proporcionó respeto e influencia a nivel mundial. Tiene el mérito de haberse enfrentado a graves problemas que sus predecesores escondieron bajo la alfombra, especialmente la corrupción y la desigualdad económica. Su visión de una China poderosa, respetada en la escena mundial, está justificada por el tamaño y el peso económico de su país. Pero abordar los innumerables problemas de China requerirá pasos medidos que no parece dispuesto a tomar.
Para apagar el fuego de la economía china, hay que empezar por relajar las restricciones del COVID-19 e importar vacunas más eficaces del extranjero, algo que su gobierno ha impedido. No serán curas milagrosas, pero son primeros pasos necesarios que contribuirán en gran medida a aliviar la tensión de la población y a tranquilizar a los inversores de que su equipo dirigente no ha perdido el sentido común.
Las consecuencias de su decisión de primar la seguridad sobre la vitalidad económica serán globales. China es la segunda economía del mundo y el mayor socio comercial de decenas de países. Una desaceleración económica prolongada en China aumentará el riesgo de una recesión mundial, y muchos países compartirán el dolor.
© The New York Times.
–Glosado, editado y traducido–