Pensamos en la malaria como un problema al que solo se enfrentan los países húmedos y cálidos. Pero hace poco más de un siglo, la enfermedad se desarrollaba tan al norte como Siberia y el Círculo Polar Ártico, y era endémica en 36 estados de Estados Unidos, incluidos Washington, Michigan y Nueva York.
Muchos de los países desarrollados eliminaron la malaria en la década de 1950 gracias al aumento de la prosperidad, la vivienda y los avances en medicamentos e insecticidas. A medida que la gente se volvía más rica, se drenaban los pantanos que servían de caldo de cultivo a los mosquitos y el aumento de la ganadería significaba que los mosquitos tenían animales a los que picar en lugar de humanos. La mejora de la nutrición ayudó a que las personas fueran más saludables y las hizo menos vulnerables, mientras que el aumento de los ingresos permitió mejorar las viviendas y los mosquiteros. La quinina y luego la cloroquina sintética proporcionaron a los países desarrollados un tratamiento asequible, y los insecticidas acabaron con muchas poblaciones de mosquitos.
Fuera del África subsahariana, las muertes anuales se desplomaron desde las más de tres millones en 1930 a menos de 30.000 en la actualidad. En el 2021, el Perú registró 23.000 infecciones y 17 muertes por malaria. Sin embargo, gran parte del problema de la malaria se ha mantenido obstinadamente en África, donde mata a más de medio millón de personas al año.
Hay dos razones fundamentales que explican esto. En primer lugar, el parásito de la malaria que se encuentra en África es el más mortífero y las cepas han desarrollado resistencia al medicamento común: la cloroquina. En segundo lugar, los mosquitos que propagan la malaria en África pican casi exclusivamente a los humanos. A principios de la década del 2000 se produjeron avances en la lucha contra la malaria en África, pero se interrumpieron a causa del COVID-19 que trastornó la medicina básica y causó alrededor de 60.000 muertes más.
El mundo lleva mucho tiempo prometiendo deshacerse de la malaria para siempre. El Programa Mundial de Erradicación de la Malaria se creó en 1955 y se abandonó en 1969 porque se consideró que el objetivo era inalcanzable. En el 2015, los líderes mundiales renovaron la promesa. En las promesas mundiales de la ONU conocidas como Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), todas las naciones se comprometieron a solucionar casi todos los problemas mundiales para el 2030, incluida la malaria.
Los avances han sido muy lentos, lo que significa que el objetivo contra la malaria se alcanzará con 400 años de retraso. Este es solo uno de los muchos fracasos espectaculares de las grandes promesas de la ONU, que ocurren porque los políticos prometieron demasiado. Las prioridades globales incluyen 169 promesas imposibles de cumplir, lo que es igual a no tener ninguna prioridad.
Este año, el mundo se encontrará a mitad del plazo de sus promesas para el 2030, pero no estará ni cerca de la mitad del camino para cumplirlas. Es hora de identificar y priorizar los objetivos más cruciales. Mi grupo de reflexión, el Copenhagen Consensus Center, está haciendo exactamente eso: junto con varios premios Nobel y más de 100 destacados economistas, llevamos años trabajando para identificar dónde cada sol puede aportar el mayor beneficio.
Nuestra nueva investigación sobre la malaria, redactada por Rima Shretta y Randolph Ngwafor, de la Universidad de Oxford, propone aumentar en un 10% el uso de mosquiteros en los 29 países africanos con mayor incidencia, junto con estrategias de manejo de la resistencia a los insecticidas, desde ahora y hasta el final de las promesas de la ONU para el 2030.
Asegurarse de que la gente duerme bajo un mosquitero tratado con insecticida es una de las formas más eficaces de prevenir la malaria. Los mosquitos quedan bloqueados por el mosquitero y mueren por el insecticida. Los mosquiteros cuestan menos de US$4 cada uno, pero reducen drásticamente la transmisión al garantizar la muerte de los mosquitos antes de que los parásitos puedan madurar y propagarse.
Es importante que los mosquiteros no solo se distribuyan, sino que se utilicen correctamente, lo que requiere un cambio de comportamiento social y un intercambio de información y comunicación. Incluso teniendo esto en cuenta, y el precio más elevado de combatir las cepas resistentes de la malaria, el costo a lo largo de esta década es de unos US$1.100 millones al año. Para ponerlo en contexto, es un tercio de lo que la población estadounidense gasta cada año en lápices labiales.
Esta inversión salvará 30.000 vidas, incluso en el 2023. Al final de la década, el número de muertes por malaria se habrá reducido a la mitad, salvando un total de 1,3 millones de vidas.
Los mosquiteros también suponen muchas menos infecciones de malaria. La investigación muestra que 242 millones de personas menos enfermarán en el 2030, lo que reducirá drásticamente los costos de la atención sanitaria. Además, reducir el número de enfermos significa que los adultos pueden ir a trabajar, los niños pueden ir a la escuela y los asistentes sanitarios no se ven desbordados, lo que, a nivel de país, aumenta la productividad.
Si se suman todos estos factores, cada dólar invertido en esta campaña reportaría a la sociedad beneficios por un valor de US$48, lo que supone un fenomenal retorno de la inversión.
Hemos permitido que la malaria se convierta en una enfermedad de la pobreza en África. Y aunque no podemos cumplir con todas las promesas globales de la ONU, deberíamos cumplir primero con aquellas más inteligentes. Distribuir y utilizar mosquiteros tratados con insecticida costará poco, pero salvará 1,3 millones de vidas.