A finales de noviembre, el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento (MVCS) publicó un proyecto de Reglamento de Vivienda de Interés Social (VIS) que reemplazaría al actual Decreto Supremo 010-2018 y sus modificatorias. La propuesta ha recibido fuertes críticas que cuestionan los parámetros que se pretenden aplicar a nivel nacional, debido a que superan agresivamente los dictaminados por las municipalidades.
Los gobiernos provinciales tienen como competencia exclusiva planificar el territorio de su jurisdicción, determinando dónde, qué y cómo se podrá edificar. Ese derecho que nos otorgan no es aleatorio, sino que está sustentado en un análisis de la ciudad, mediante el que se verifica la capacidad de poder soportar cierta cantidad de personas, basándose en la existencia y en la proyección de servicios básicos, parques, vías, colegios, postas médicas, transporte público, entre otros. Las densidades máximas permitidas están garantizadas por esa infraestructura y por las obras priorizadas en los planes.
¿Cómo se podría aumentar hasta tres veces y media la densidad máxima sin un estudio que garantice la provisión de servicios, espacios públicos y equipamientos? Hacerlo sin un marco previo de planificación y sin un programa de inversiones que fortalezca la capacidad instalada de las ciudades solo puede terminar mal.
Además, el reglamento se aplicaría en todas las ciudades del país por igual, sin distinguir su tamaño y particularidades, por lo que podríamos ver la misma torre en Lima, Cusco o Iquitos. ¿Tiene sentido?
Pero hay un problema mayor, según Grade (2020) el 93% del nuevo suelo urbano es informal. Para esto el reglamento no ofrece ninguna solución, pues, como el referido decreto se enfoca en estimular la mayor construcción de viviendas en el sector formal, reduciendo teóricamente su costo mediante la sobre densificación del suelo, no se trabaja en la inclusión de miles de familias cuya única opción para acceder a un techo es mediante el mercado ilegal de tierras. Aquel en el que compran un “derecho a ocupar” zonas marginales, inaccesibles y sin ningún tipo de servicio. El fatal incendio en San Juan de Lurigancho es solo una muestra de esta desgracia.
Las cifras ponen en evidencia esta realidad. Según el MVCS, el déficit nacional es de más de 1,56 millones de hogares, mientras que, según la Asociación de Desarrolladores del Perú (2020), el sector formal produce 43 mil viviendas al año, principalmente concentradas en Lima y entre los segmentos A/B y C1. Es decir, “más del 80% de la vivienda producida formalmente en el Perú se dirige al tercio de la población que tiene mayores ingresos”. Debe ser por ello que ninguna inmobiliaria que se acoge a los reglamentos del MVCS desarrolla proyectos en regiones como Huancavelica, Apurímac o Madre de Dios.
Es evidente que el principal problema no es el incentivo a la producción, sino la reducción de la pobreza, la inclusión financiera y la formalización de la economía de las familias más vulnerables. Hace décadas que en el mercado existen entidades financieras que operan exitosamente en esos segmentos, y la acelerada digitalización de la sociedad producto de la pandemia del COVID-19 nos ha brindado mayores herramientas para evaluar nuestra capacidad de ahorro y de cumplimiento.
Debemos poder diseñar mecanismos mucho más adecuados a la realidad del país, que nos permitan generar una mayor inclusión urbana desde nuestra diversidad ambiental, socioeconómica y cultural trabajando con las municipalidades poder incrementar la densidad, reducir la informalidad y de esta forma poder generar una mayor y mejor oferta de viviendas dignas para todos.