En un reciente estudio publicado en noviembre pasado, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha difundido algunos resultados y recomendaciones preliminares para el Perú en materia de anticorrupción e integridad. Ellos son importantes para alcanzar los estándares exigidos a los países miembros del bloque de economías desarrolladas que la integran.
Como conclusión fundamental, se destaca que nuestros niveles de gobernanza se ubican por debajo de la media de los estados miembros de la OCDE, incluyendo a los países de América Latina y el Caribe. A estos últimos los superamos solo en el indicador de calidad regulatoria, esto es, en cuanto a la calidad de las normas legales en materia de anticorrupción e integridad. No debe sorprender que el resto de indicadores –en los que nos encontramos rezagados– estén referidos al ámbito de la institucionalidad (como control de la corrupción, Estado de derecho, efectividad del gobierno, estabilidad política y rendición de cuentas).
El diagnóstico sugiere que la buena calidad de nuestras leyes no transciende más allá del papel en el que se encuentran redactadas. Como botón de muestra, el estudio destaca que el Perú ha sido pionero en América Latina al regular legalmente la gestión de intereses privados ante la administración pública, tal como ocurre en Estados Unidos, Alemania, Australia y Canadá. Se enfatiza que el cabildeo (lobby) es un hecho en la vida pública de los países en democracia, y que como tal debe ser regulado para evitar que sea percibido como una actividad opaca de dudosa integridad. No obstante, pese a que nuestra ley sobre lobby cuenta con 13 años de vigencia, según el último reporte disponible en el portal de la Sunarp, durante el 2015 solo tres de los 36 gestores de intereses inscritos reportó actividades de representación de particulares ante funcionarios, mientras que en el 2016 solo se cuenta con un reporte. Esta estadística refleja que la ley que regula esta actividad es tan solo una desiderata de intenciones positivas.
Por otro lado, el estudio de la OCDE invoca a fortalecer la ética pública a través de una adecuada gestión de situaciones que entrañen conflictos de intereses. Así como a implementar la protección de quienes denuncien actos de corrupción (asegurando su anonimato y garantizando una investigación interna eficaz), a transparentar y formalizar la gestión de intereses privados en el ámbito público (a fin de evitar influencias indebidas que generen una competencia desleal), a controlar el financiamiento de los partidos políticos para mitigar el riesgo de captura del sistema político, poner en práctica sistemas eficaces de control y gestión de riesgos que prevengan actos de corrupción. También a simplificar y reforzar el régimen disciplinario aplicable a los funcionarios.
La consecución de estos objetivos –que en gran medida corresponden a los trazados en el informe de la Comisión Presidencial de Integridad– no solo pasa por producir más instrumentos legales, sino por redefinir el rol de la Comisión de Alto Nivel Anticorrupción (CAN), empoderándola para transformarla en una suerte de ‘think tank’ de políticas anticorrupción con rango de organismo técnico especializado, como lo es la OEFA, la Sunat, la Sunarp, entre otros. Y dotarla de autonomía, presupuesto, capacidad operativa y permanencia de sus miembros, incorporando plenamente en su seno a los gremios empresariales y no solamente a las entidades estatales.
La construcción de una cultura de integridad requiere del consenso y compromiso de los principales actores del sector público y privado. Esto solo puede lograrse haciéndolos partícipes activos de un proceso de cambio hacia los estándares que en materia anticorrupción exige la OCDE.