Decenas de miles de venezolanos huyen del hambre y la violencia por el sur del país a Boa Vista, por el este a Cúcuta, por aire a Centroamérica y Florida, y en lanchas, arriesgando la vida, a Curazao y Trinidad. Nuestros vecinos ahora sienten la magnitud de nuestra catástrofe en carne propia.
Es comprensible que, dentro y fuera de Venezuela, el panorama del país a finales de este año 2016 luzca desolador. Todos los indicadores sociales, económicos e institucionales presentan niveles de miseria y descomposición sin precedentes. Sin embargo, el próximo año presenta una oportunidad histórica no solo para deslastrarnos de una vez por todas de una dictadura militarista y mafiosa, sino para sentar los pilares de una sociedad libre y productiva que finalmente supere males históricos como el estatismo, el populismo, el clientelismo y, después de 200 años, el militarismo. Dieciocho años de opresión del castro-chavismo-madurismo llegan a un final trágico en vidas y pérdidas materiales, dejando un aprendizaje indeleble para la sociedad venezolana.
Durante años alertamos sobre el inevitable desenlace de un régimen que para asegurar su permanencia en el poder se propuso, intencionalmente, destruir todo lo que representase una amenaza: un sindicato, la universidad, una finca productiva, una empresa generadora de empleo, un periodista, la Fuerza Armada profesional, un púlpito, un estudiante rebelde.
Y en el 2016, los mecanismos de control y corrupción explotaron. La Venezuela que viene de 12 años de bonanza petrolera termina este año con una inflación cercana al 1.000%, un sueldo mínimo de US$1 por día y con niños que mueren en epidemias de enfermedades erradicadas hace más de 20 años. Entre el hambre, la miseria y la violencia, nadie se explica cómo es posible que Maduro siga ahí.
Éticamente es inconcebible aceptar la permanencia de un régimen que niega la ayuda humanitaria internacional y con ello ocasiona muertes de bebes y ancianos diariamente; un régimen que hace tiempo dejó de ser un proyecto político para convertirse en una organización criminal, con vínculos –en sus más altos niveles– con el crimen organizado y el narcotráfico y que, además, ha bloqueado todas las vías institucionales para una transición democrática.
Frente a esto, los venezolanos, valiente y organizadamente, este año reaccionamos. A pesar de las amenazas directas –hasta del propio ministro de la Defensa–, de los miles de empleados públicos despedidos, de los medios de comunicación cerrados, negocios “expropiados” y comerciantes detenidos, casi el 90% de la sociedad venezolana se volcó a las calles para reafirmar la determinación de desalojar la dictadura y reconstruir la nación. Entre la espada y la pared, Maduro y su régimen apelaron a la vieja fórmula chavista: convocaron un falso “diálogo” con el fin de ganar tiempo y oxígeno, desmovilizar la protesta cívica y paralizar la presión internacional. En cuestión de horas se desarticuló el trabajo de meses para llevar a Maduro a una posición en la cual la negociación real y dura era inevitable.
El fracaso de este “diálogo” es demoledor; no han cumplido una sola de sus promesas, pero arreciaron los insultos, hasta para el propio Vaticano. Ganaron tiempo valioso; pero ya no más. Sabemos cuál es la vía para enfrentar y derrotar a esta tiranía: una decidida ofensiva institucional desde la Asamblea Nacional, una sostenida y creciente movilización popular y una firme posición de la comunidad internacional aplicando las sanciones merecidas. Tenemos la fuerza, pero hay que saber ejercerla.
Estas tres presiones, coordinadas, obligarán a Maduro a aceptar los términos, garantías y plazos para su inmediata salida del poder. Por su propio bien y el de todos los venezolanos.
Este proceso dará lugar a un gobierno de transición de amplia unidad nacional. En este deben participar los sectores productivos y laborales, la academia y la sociedad civil, y desde luego, todo el espectro político que abarca incluso al chavismo democrático. Sin embargo, la monumental crisis financiera, tanto como la crisis humanitaria y de seguridad interna, requieren la agilidad y la claridad para actuar con determinación y rapidez. Los venezolanos reclaman resultados inmediatos. Anhelamos ver a los presos políticos y exiliados en nuestras calles, tanto como ver los anaqueles con alimentos a precios accesibles para nuestras familias.
Y por supuesto, la clave es la confianza. Confianza en que habrá justicia para abordar y resolver los crímenes cometidos; confianza en que estableceremos reglas de juego democráticas y que se reinstalará el Estado de derecho. Confianza en que se eliminarán los controles, se abrirán los mercados y se estimularán sin privilegios las inversiones en una economía competitiva. Confianza en que Venezuela honrará sus compromisos financieros, siempre que estos cumplan con nuestras leyes. Confianza en que Venezuela volverá a ser un aliado seguro en el plano internacional. Confianza en que las prioridades están claras: la educación, la innovación y la generación de empleo productivo, como herramientas para la definitiva superación de la pobreza.
El gobierno de transición requerirá un masivo respaldo financiero y técnico de la comunidad internacional. La ruina de las finanzas públicas, incluyendo la de Petróleos de Venezuela, nos obliga a asumir que nuestro país también inicia otra etapa, de la Venezuela petrolera, a la energética. No es poca cosa.
Paradójicamente, la magnitud del destrozo asegura que el gobierno de transición no se saldrá de esta ruta democratizadora. También, que la fuerza de los hechos obligará a superar cualquier prejuicio ideológico. No hay opción, la ruta es clara: democracia, justicia, solidaridad y trabajo. Todo en el inigualable campo fértil de la libertad. Nace la nueva Venezuela.