“Lo concreto es concreto, porque es la síntesis de muchas determinaciones, porque es, por lo tanto, unidad de lo múltiple”, dice Marx cuando reflexiona sobre el método de la economía política. La realidad es siempre compleja, de manera que reconstruirla en el plano del pensamiento requiere de la integración de muchas líneas de causalidad, de los factores que se encuentran y entremezclan en la producción de un acontecimiento. Además, a la causalidad hay que agregar el impacto del azar y la contingencia. El caso de la elección de Donald Trump representa un evento sorprendente y difícil de explicar pues, para empezar, las encuestas lo daban como seguro perdedor.
Pero como el sentido común rehúye el vacío, y desea comprender de inmediato, ya se han urdido interpretaciones que se postulan como indudables y que parecen, con su evidencia, clausurar cualquier discusión. La más socorrida es aquella que señala que la victoria de Trump obedece al malestar de la clase trabajadora blanca que sufre de un alto nivel de desempleo y de remuneraciones estancadas hace ya decenios. Un grupo que vería en los migrantes competidores desleales, y en la globalización un mecanismo para transferir puestos de trabajo hacia zonas pobres, con salarios bajos y abundantes reservas de mano de obra.
Entonces, la elección de Trump sería un voto de protesta de una colectividad que se siente marginada en su propio país. La expectativa sería subir los aranceles y prohibir –o reducir considerablemente– la inversión en los países donde prima la mano de obra barata. Resulta difícil ponderar en qué medida esta hipótesis explica la victoria de Trump. En todo caso, se trata de una perspectiva economicista que supone que los ciudadanos escogen a sus candidatos solo en función de evaluaciones sobre su futuro remunerativo.
En realidad, la economía estadounidense ha logrado sortear con relativo éxito la crisis que se inició en el 2008. En la actualidad las tasas de desempleo son muy bajas y el crecimiento económico es mucho más significativo que en otros países desarrollados. Todo ello gracias a una política keynesiana de bajas tasas de interés y estímulo de la demanda mediante el aumento del gasto público.
Lo más sorprendente de esta elección es que ha hecho emerger sentimientos que muchos daban por superados. Hablamos, desde luego, del racismo y del patriarcalismo. Lejos de desprestigiar a Trump, el hablar de las mujeres como objetos de goce y de los migrantes como violadores ha liberado una hostilidad contra los débiles antes reprimida por la ideología liberal de los derechos humanos.
La victoria también ha hecho visible el poder de la mentira y la demagogia. A los votantes de Trump no parece importarles la moralidad de su candidato. En todo caso, se identifican con sus alardes maníacos y su promesa de transformar a Estados Unidos en una potencia que, por su riqueza y poder militar, pueda actuar unilateralmente, imponiendo sus conveniencias sin necesidad de rendirle cuentas a nadie.
Y en cuanto a la demagogia, llama la atención lo simple y categórico de su discurso. Más que un programa estructurado, Trump expone medidas aisladas que capturan la imaginación de la gente, como la idea de construir un muro en la frontera con México, o no permitir la entrada de musulmanes a Estados Unidos. O aumentar los aranceles de importación a los productos chinos. O legalizar la tortura. O deportar a los migrantes sin papeles.
Guste o no, es indudable el carisma de Trump. Mucha gente se identifica con su figura de hombre seguro y llano; sin dudas ni temor a decir lo que piensa, capaz de hacer lo que sea para cumplir sus aspiraciones políticas. Alguien a quien no le temblará la mano al momento de ordenar políticas que violen los derechos humanos. En el fondo, la elección de Trump hace evidente la añoranza, de muchos en la sociedad estadounidense, por ser una nación homogénea y excepcional, bendecida por Dios para guiar los destinos del mundo.
Al magnetismo de Trump, debe agregarse la falta de un horizonte prometedor en los discursos de Hillary Clinton. En cualquier forma, aún continúa siendo un misterio cómo uno de los pueblos más ricos y educados del mundo termina votando por un candidato sin un programa real, que pretende un imposible regreso al pasado. Vivimos la amenaza de una regresión civilizatoria.