En una de las varias comidas en la que se encontraron Alan García y Mario Vargas Llosa, y en la que estuve presente, el premio Nobel le solicitó al entonces presidente que aceptara la donación de un millón de dólares que ofrecía el Gobierno de Alemania con el fin de construir un museo para alojar, permanentemente, la exposición que había montado la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) al presentar su informe.
Renuente a aceptar este ofrecimiento porque el tema suscitaba controversias muy encendidas, García aceptó el pedido con una sola condición: que sea el propio Vargas Llosa quien presida la comisión encargada del proyecto, pues consideraba que una personalidad tan prestigiosa como él podía sacarlo adelante sin generar confrontaciones mayores. Le dijo, además, que él podría designar a los miembros de su comisión y que le ofrecía todo el apoyo.
A pedido de Vargas Llosa, la comisión quedó vinculada a la Cancillería, pues entonces no existía el Ministerio de Cultura. Fue también Vargas Llosa quien decidió que debía ampliarse el proyecto, para ser algo más que una indagación sobre lo que pasó, que mirase horizontes más amplios que nos acercaran a un fenómeno muy complejo.
Como le escuché decir a una talentosa periodista, en dictaduras como las del chileno Augusto Pinochet o del argentino Jorge Rafael Videla, los campos y las responsabilidades están muy bien señalados.
En el Perú de la década de 1980, por otro lado, la situación era confusa y fluida, mucha gente atrapada entre dos fuegos –como lo supimos bien por el caso Uchuraccay–, una vesania de Sendero Luminoso que no por reiterada dejaba de aterrar, y unos militares muchas veces dejados a su suerte, donde los más la lucharon sin casi reconocimiento y los menos delinquieron. Mirar ese pasado con tan poca perspectiva de tiempo era una tarea inmensa.
Lo han logrado. Tras siete años se inauguró el Lugar de la Memoria (LUM), no la exposición “Yuyanapaq” de la CVR, tampoco un museo en términos tradicionales como se pensó originalmente. Y confieso que me gusta ese nombre, Lugar de la Memoria, a secas, pues refleja acertadamente el mensaje que transmite.
Creo que añadir al nombre, por política menuda, aquello “de la tolerancia y de la inclusión social” no tiene que ver con lo que nos ofrece ese espacio. Es un lugar para recordar y para reconocer el dolor de los otros.
Al visitar el LUM tuve la impresión de que ha habido un manejo muy cuidadoso de esa temática, a partir de una empatía profunda con el dolor, el de las víctimas y sus cercanos, el del país que durante 12 años se preguntaba si era viable su proyecto de nación, si ese ‘plebiscito diario’ por ser peruanos tenía algún sentido o era parte de esa ‘promesa de la vida peruana’ que no supimos realizar.
Si “Yuyanapaq” es como un gran mural mexicano cuya visión abruma por la fuerza que da la representación, sin matices, de una tragedia, el LUM es una suerte de cuadro flamenco donde la tragedia es presentada con detalles de una humanidad que sufre.
No hay, en el LUM, concesiones en el esfuerzo de ser objetivos. Sí hay un esmero en el respeto y la delicadeza al presentarnos la forma en que vivimos el dolor y la muerte.
Hay que agradecer a quienes hicieron posible esta obra que devela y consuela. Como Fernando de Szyszlo, quien sucedió a Vargas Llosa al frente de la comisión, y Diego García Sayán, quien la dirigió durante este gobierno. Pero a cientos más, que trabajaron con talento y dedicación un proyecto que exigía de mucha sensibilidad para no naufragar.
Al salir del LUM y mirando caer el sol en el océano, recordé una frase del filósofo rumano Emil Cioran: “Quisiera enterrarme en el llanto de los hombres [...]. Todas las lágrimas no derramadas se han vertido en mi sangre y yo no he nacido para tantos mares”.