“Ana no ha solicitado un permiso para morir de inmediato. Lo que ella exige al Estado es que, si su padecimiento llegara al punto tal en el que pida ayuda para morir con dignidad, tendrá la certeza que su decisión por vivir hasta ese día se hará realidad”. (Foto: AP).
“Ana no ha solicitado un permiso para morir de inmediato. Lo que ella exige al Estado es que, si su padecimiento llegara al punto tal en el que pida ayuda para morir con dignidad, tendrá la certeza que su decisión por vivir hasta ese día se hará realidad”. (Foto: AP).
/ Martin Mejia
Carlos J. Zelada

En medio de la incertidumbre cotidiana, ayer el Poder Judicial nos devolvió un poco de la confianza perdida en nuestras tan impredecibles instituciones. ha ganado en primera instancia la demanda de amparo que presentó en su nombre la Defensoría del Pueblo para inaplicar el artículo 112 del Código Penal que sanciona hasta con tres años de cárcel al que, “por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores”. Por si no lo sabía, en el Perú toda forma de se encuentra legislativamente prohibida y es punible. El castigo se atenúa solamente para el “homicidio por piedad”. Con esta decisión del Poder Judicial, no solo se garantiza el derecho de Ana a morir dignamente cuando así lo decida, sino también que quienes la ayuden a dicho fin no sean perseguidos penalmente.

Ana tiene 44 años. Cuando era adolescente, , una enfermedad incurable que degenera de modo progresivo las capacidades motoras y que, desde hace algunos años, la mantiene en un estado de dependencia que se acentúa diariamente. El caso, difundido en la prensa local hace algunos meses, trae a la mesa un debate jurídico que entrelaza consideraciones médicas, bioéticas y hasta filosóficas. ¿Existe un derecho fundamental a morir dignamente? ¿Puede el Estado interferir en mi decisión de morir auxiliado por un médico? ¿Debería el Derecho Penal sancionar esta conducta?

Hay que reconocer , si bien trastabilla por ratos, sale bien parada en sus respuestas a estas cuestiones, afirmando dos ideas importantes para los debates futuros en torno al rol del Estado en la regulación de la vida y la muerte. Lo primero es que el juez apuesta por un concepto de vida que se distancia del sentido más coloquial. No hablamos de vida, sino de “vida digna”. Me parece muy significativo que la discusión constitucional de la vida se piense en adelante en clave de dignidad: en las condiciones que rodean la existencia misma y no en la idea simplista de no estar muerto. Piense por un minuto en derechos como la salud y la educación que aquí pueden comenzar a interconectarse con esta mirada digna de la experiencia terrenal.

Un segundo aspecto clave que quisiera destacar es el enfoque elegido por el juez para aproximarse al dilema que el expediente plantea. Para el magistrado, la respuesta a la demanda de Ana debe enmarcarse desde la autonomía, es decir, desde la libertad y el respeto a las propias decisiones. Por allí alguien dirá, ¿entonces cuál será el límite de nuestras acciones individuales? La sentencia no termina de responder del todo este último asunto, pero soslaya una pista en línea con una mirada kantiana del mundo que comparto: si no perjudica al otro, entonces poco le debe importar al Estado (y al Derecho Penal) regularlo.

Un dato poco conocido es que Ana no ha solicitado un permiso para morir de inmediato. Lo que ella exige al Estado es que, si su padecimiento llegara al punto tal en el que pida ayuda para morir con dignidad, tendrá la certeza que su decisión por vivir hasta ese día se hará realidad. En tiempos tan aciagos como los recientes, la pregunta de Ana ayuda a cuestionarnos algo todavía más esencial sobre nuestra capacidad de empatía frente al prójimo: ¿quién soy yo para decirle a ella que no tiene derecho a morir dignamente?

Estamos ante una decisión judicial muy positiva que por ahora alcanza solamente a Ana. Que sea el inicio de una conversación alturada hacia un cambio de nuestra mirada punitivista de la vida y de la muerte.

Le dejo además un cordial mensaje a las procuradurías del Ministerio de Salud y del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos que son las demandadas en este caso: no apelen.

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