(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alberto Vergara

De 1993 en adelante, en el Perú se respira un mismo período histórico. El corazón de esta familiaridad radica en la Constitución actual. Para ser más precisos, en su capítulo económico, que, en síntesis, establece una relación entre mercado y Estado que favorece la acción del privado y restringe la estatal. Otros acápites de la Constitución se han alterado y pronto lo serán nuevamente. Pero no el económico. Además, el gobierno de Fujimori pisoteaba los capítulos no económicos de la Constitución, lo que revelaba su irrelevancia institucional. Entonces, en este cuarto de siglo, solo el capítulo económico ha tenido vigencia ininterrumpida. Es nuestra única institución sólida. Habrá quien lo lamenta y habrá quien lo celebra. Así es la viña del Señor.

Los científicos sociales dirán que esta longeva institución (25 años de vigencia para nosotros es como el hábeas corpus inglés de 1679) está en equilibrio. Ahora bien, de la mano de esta institucionalidad económica han emergido principios, prácticas y condiciones políticas que constituyen bases fundamentales para el equilibrio.

Quiero subrayar tres de estos asientos políticos. Primero, la desconfianza del poder político hacia la ciudadanía. Nuestra era se inaugura con la voluntad de mantener a la sociedad al margen, cuanto sea posible, de las decisiones gubernamentales. Lo ha apuntado Maxwell Cameron, la Constitución de 1993 –a diferencia de la del 79 y de la tradición constitucional liberal– no se abre con un “nosotros” que invoca a la soberanía popular. Más bien, es un tercero, el Congreso Constituyente Democrático, quien resuelve “dar” la Constitución. Hartos de un siglo XX embotado de pueblo y diferencias, nuestra cuna política fue anticiudadana.

En concordancia –es mi segundo punto– encarnó una forma de gobernar que replica la ambición de don Porfirio Díaz en el siglo XIX mexicano: “mucha administración y poca política”. Y la administración, por definición, pertenece al Ejecutivo. La política, en cambio, a la sociedad y su representación. Traducción: el orden natural es un Ejecutivo que escuelea al Congreso. Como lo ha enfatizado Pierre Rosanvallon en términos mundiales, se ingresó a un período que rechaza a los parlamentos como entes de gobierno. El presidente devino en administrador de lo ya convenido. Metas e indicadores le plantaron cara al sufragio. Mandó el técnico y el gerente. Al político le quedó asilarse en un Congreso que era mantequilla.

En tercer lugar, lo que he denominado el hortelanismo. Es decir, la convicción de nuestro liderazgo tecnocrático, empresarial, mediático y político, según el cual la modernización económica puede realizarse de espaldas a la construcción de un Estado de derecho. La ideología hortelana fue impulsada con transparencia y recibió aplausos, aunque hoy nuestro establishment quiera inventarse un pasado institucionalista. La invitación de Álvaro Uribe al reciente CADE –con más de 50 de sus congresistas presos por vinculaciones paramilitares, con su homofobia, sus ex ministros presos, pero al parecer muy admirado por sus ideas económicas– prueba la vigencia del punto: inversión hoy, Estado de derecho liberal para cuando surja solo.

Entonces, hasta aquí he mostrado que el equilibrio institucional económico se construyó sobre unos principios y prácticas políticas funcionales a su eficacia.

Todo equilibrio tiene sus equilibristas. Hay quien prefiere no tocarlo y quien decide alterarlo. En estos 25 años solo tres líderes con real peso decidieron desafiarlo. A su manera, Ollanta Humala, y intentaron reencauzar las aguas heredadas antes que flotar prendidos del viejo tronco del piloto automático.

Humala fue el más avezado. Siendo candidato habló de nacionalizaciones, de recursos estratégicos, invocó a Velasco. O él o la Constitución del 93. Un eco del candidato reverberó cuando juró por el espíritu de la Constitución del 79. Solo el espíritu (aun así, a Martha Chávez la poseyó don Sata). Y una hilacha del viejo polo rojo destelló cuando el presidente intentó estatizar Repsol. Le hicieron callejón oscuro. Su popularidad y la de su esposa se hundieron. El equilibrio se defendió. A cocachos aprendió que no solo en los cuarteles castigan la insubordinación. Humala no tenía ni al Estado, compuesto de funcionarios que lo antecedían y combatían; ni al Congreso, repleto de chauchilla; ni le interesaba la ciudadanía, a la que esperaba tutelar con “guardianes socráticos”. Le gustó pasar desapercibido. Comió cana. En resumen, salió revolcado de su intento de asalto al equilibrio.

Keiko Fujimori nunca tuvo en la mira el capítulo económico de la Constitución, pero quebró dos principios políticos que equilibran el equilibrio. Creyó que la política podía derrotar a la administración. Que el Legislativo podía bajarle la llanta al Ejecutivo. Hasta lo dijo: mi mayoría convertirá nuestro plan de gobierno en leyes. Con su rebaño de becerriles fletados, derrotaría doscientos años de presidencialismo. Eso es autoestima. O la rabia hecha asesora política (The tigers of wrath are wiser than the horses of instruction, William Blake). Su tropa la siguió (She’s half-crazy but that’s why you wanna be there, Leonard Cohen). Se lanzaron a hacer política. Un tipo de política. En el siglo XXI Keiko instaló una relación de poderes del siglo XX. No entendió que la Constitución del 93 se funda en la esperanza de mantener bien enterrado al revoltoso siglo XX. El calvario de PPK asemejaba el del primer Belaunde; no era propio de nuestra era. En fórmula contra natura, el fujimorismo despreció a la ciudadanía sin mostrar un puñado de técnicos. Ostentaron, eso sí, achoramiento tumultuoso combinado con enciclopédica incultura. Y ante el griterío, a todos nos atacó esa zozobra de alma que los místicos llaman “ruido político”. ¿Cómo íbamos a perdonarlo si hemos sido adoctrinados en su repudio? Keiko Fujimori, en síntesis, abrió fuego contra las bases políticas del equilibrio y se pegó una señora K-ída.

Martín Vizcarra intenta su propia revuelta contra el statu quo político, no contra el equilibrio económico. Ha producido dos cambios claves, novedosos y positivos. De un lado, ha decidido confiar en la ciudadanía; hablarle, convencerla, tratarla como a un adulto actor político. Tras décadas de líderes buscando tutelarnos, los ciudadanos hemos retribuido la horizontalidad. Cae simpático que no nos traten como a “electarado”.

En segundo lugar, con apoyo de la ciudadanía se busca impulsar una agenda que parecía destinada a no existir: la de la representación y el Estado de derecho. Porque, ya saben, en abstracto todo el mundo es un campeón de las reformas; en la práctica la derecha exigía permanentemente que, en nombre de la estabilidad, no se importune a sus saboteadores. Vizcarra pareciera haber comprendido que esa bipolaridad (reformista en las ideas, pusilánime en la cancha) garantizaba nuestro deterioro. Finalmente, si las dos dimensiones previas representan un cambio en las prioridades políticas, la tercera es la restauración de la normalidad del siglo XXI: el Congreso sometido al Ejecutivo.

¿Por qué decidió Vizcarra sacudir el statu quo político? De un lado, la aparición de los audios introdujo otra atmósfera. El comportamiento fujiaprista ya había despertado indignación mayoritaria para mayo de este año, pero las grabaciones transparentaron que se trataba menos de posturas políticas, que de estrategias ilegales. Y aquí alguien podría afirmar: “la indignación tenía que ser representada por Vizcarra”. Pero es un error. Con tal de no hacer olas, PPK y su corte sanisidrina le habrían suplicado a Uruguay que reciba a Alan García y encontrado la manera de confirmar a Chávarry. Entonces, Vizcarra decide representar la indignación ciudadana y opta por pelear contra la corrupción. Resuelve él también, entonces, hacer política; un tipo de política.

No hay forma de saber qué traerá el futuro. Lo importante es lo ocurrido. Al fin, un presidente arriesgó por la agenda institucional. Acostumbrados a mandatarios que llegan para hacer el muertito, debíamos reconocerlo. Hoy hay propuestas para reestructurar la justicia y una comisión seria para proponer reformas políticas. Es mucho. No contrastado contra un ideal, sino contra la oferta política real que hemos padecido. El presidente pareciera no querer únicamente administrar el statu quo, sino gobernarlo, mejorarlo, reformarlo. Por el momento, tanto en términos de eficacia como programáticos, es el más afilado de los equilibristas del Perú contemporáneo. Aun así, siempre es bueno recordar a Maquiavelo: “Nada más difícil de ejecutar, ni más incierto de conseguir, ni más peligroso de administrar que la introducción de un nuevo orden político”.