Ronda la idea, en la ciencia y en la opinología política, de que la democracia puede morir en el Perú. No es un problema exclusivamente nacional, pero nuestro caso es de vanguardia y, por lo tanto, digno de estudio. El último ensayo importante al respecto es de Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea (“The Danger of Powerless Democracy”, Journal of Democracy de abril del 2023). Dicen los autores que el peligro no viene, como era usual, de una concentración de poder en fuerzas que estando en el gobierno quieren entronizarse, o estando en la oposición quieren tomarlo por asalto. Al contrario, el peligro actual es una disolución o erosión del poder. Antaño lo llamábamos ‘vacío de poder’, pero le dábamos un alcance más coyuntural.
Lo que Vergara y Barrenechea encuentran, coincidiendo con lo apuntado por Steven Levitsky, Mauricio Zavaleta, Carlos Meléndez y varios otros, es un panorama de ‘democracia sin partidos y sin políticos’, de oportunistas con intereses mercantiles, de congresistas que no hacen caso a partidos ni a bancadas y, como efecto de todo eso, una ciudadanía desafecta y desconfiada en la democracia. Los ejemplos que iluminan estas tesis los protagonizan tránsfugas, escandalosos, presidentes vacados y primeros ministros que presentan cuestiones de confianza, convirtiendo la política en un juego de corto término, sin horizonte.
Quiero tratar un efecto mayor de la erosión, que no se ve con claridad porque es ausencia, vacío no solo de la democracia, sino de la política: el miedo de muchos candidatos a anunciar temprano su intención de serlo o, peor que eso, a arrugar porque temen que el canibalismo y la judicialización los reviente. Probablemente, eso ya nos pasó y tuvimos en el 2021 al elenco que le permitió ganar a Pedro Castillo. Pero junto con esta constatación devastadora de la erosión, hay un significado en el triunfo de un hombre mediocre y corrupto que despreció a partidos y aliados, que es, a la vez, corrosión absoluta de la política y afirmación de una esencia de la democracia: la mayoría votó por él a sabiendas de que no tenía capacidad de gestión, pero eso no importó. La desconfianza en todos los demás, mucho mejor formados y experimentados, valió menos que la idea de que gobierne alguien como uno.
Todos los sentimientos de los ‘antis’ y las teorías de la muerte de la democracia no me explican este abrazo extremo a su esencia representativa. El descrédito de Dina Boluarte sigue basado, para muchos de los que la desaprueban, en su ‘traición’ al representante Castillo. ¿La democracia se muere íntegra o manda señales, de largo alcance, para actualizar su esencia representativa? Antes de leer su obituario me gustaría absolver esta pregunta. Sería muy valioso para los próximos candidatos.