Ante esta pregunta, lo primero que se nos viene a la mente es la imagen del número 4. Lo que está funcionando es lo que Daniel Kahneman llama nuestro sistema 1 y lo que otras escuelas de la psicología llaman sistema emotivo o automático. Si ahora, estimado lector, le pregunto ¿cuánto es 845 × 397?, inmediatamente nos concentramos, los músculos se ponen tensos y se activa nuestro sistema racional o, en términos de Kahneman, nuestro sistema 2.
Los seres humanos funcionamos en términos de nuestros sistemas emotivos y nuestro comportamiento refleja justamente eso. De allí salen todos los sesgos cognitivos, estereotipos y paradojas que se han documentado en un gran número de experimentos.
En esa línea, los experimentos han demostrado la existencia de una necesidad de satisfacción inmediata del ser humano y, por lo tanto, la falta de una adecuada planificación sobre el futuro. Dan Ariely, profesor del MIT, hizo un experimento con sus alumnos. Permitió que un grupo de ellos pudiera elegir libremente cuando entregar sus trabajos antes de que culmine el semestre, a un segundo grupo le fijó las fechas de entrega con anticipación y correctamente espaciadas para que tengan tiempo de preparar los trabajos, y finalmente un tercer grupo que se comprometía con la entrega en fechas prefijadas por los mismos estudiantes. Los resultados no deberían sorprendernos. El grupo que tenía libertad absoluta para la entrega de los trabajos obtuvo la peor calificación promedio, siendo la característica malos trabajos, entregados juntos y en los últimos días del semestre. Por otro lado, los alumnos que tuvieron las fechas fijadas por el profesor entregaron trabajos de mejor calidad en las fechas estipuladas desde el inicio, obteniendo calificaciones más altas, en promedio.
Este sencillo ejemplo nos muestra cómo la procrastinación afecta incluso a estudiantes del MIT. Este tipo de comportamiento no solo se da en los estudios sino que ocurre en una serie de aspectos de la vida diaria. Por ejemplo, en problemas de sobreendeudamiento en las tarjetas de crédito, en cuidados preventivos de salud, dietas y evidentemente en lo que respecta al ahorro previsional.
En el actual debate sobre la reforma del sistema de pensiones se han esgrimido una serie de argumentos a favor de de eliminar la obligatoriedad, pero de los cuales solo hay dos relevantes: que esta imposición restringe la libertad individual y el segundo es que los individuos ahorran voluntariamente y, por tanto, no necesitan la imposición del Estado.
Respecto al primero, la restricción de la libertad individual por el Estado se da cuando es estrictamente necesario. Según Thomas Hobbes y John Stuart Mill, esto solo se justifica para evitar la violencia entre los hombres y defenderse de enemigos externos. Esta versión minimalista del Estado desconoce otras funciones del mismo, como son la provisión de bienes públicos, la corrección de externalidades, la solución de los problemas de acción colectiva y, evidentemente, la obligatoriedad de la seguridad social.
¿Cuál debería ser el límite en la restricción de la libertad individual o actuación del Estado? Si la decisión afecta exclusivamente al individuo, el Estado no debería intervenir, salvo por campañas de información (por ejemplo, hábitos de alimentación). Pero si las decisiones de los individuos tienen un impacto en la sociedad, el Estado debe intervenir con los instrumentos más adecuados. Así, por ejemplo, con regulación ambiental, para evitar las externalidades negativas de las actividades productivas; con imposición de cuotas o vedas, para evitar el problema de depredación de los recursos naturales renovables; y con la contribución obligatoria a la seguridad social para evitar el desamparo de las personas mayores, que se convierte en un problema social. Esto en realidad sucedió a lo largo del siglo XIX y constituyó un serio problema social debido a que el “sistema de seguridad social” que existía, que era las relaciones de parentesco en familias extensas, se quiebra al consolidarse la familiar nuclear y los cambios demográficos y culturales posrevolución industrial.
El segundo argumento es que las personas ahorran voluntariamente y, por tanto, no se necesita la obligatoriedad. Nadie niega que las personas ahorren por fines precaucionarios (posibles enfermedades) o transaccionales (compra de casa), pero el punto central es si pueden constituir un saldo de activos que garantice el consumo necesario de las personas luego de que dejen de trabajar. Por toda la argumentación inicial además de la evidencia histórica, nos lleva a pensar que esto no es así. Un ejercicio interesante para demostrar lo contario sería ver si los trabajadores independientes han acumulado activos por un monto equivalente al que hubiesen tenido bajo una modalidad obligatoria.
En todo este debate resulta preocupante que no exista una posición contundente del gobierno defendiendo la función tuitiva del Estado en el tema previsional, uno de los pilares del contrato social de un país que aspira al bienestar general de su población.