"Se dedicó de 1990 al 2008 a iluminar el mural con mosaicos a color, a lo largo de tres mil metros cuadrados, con unos cuatro metros de ancho como promedio". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Se dedicó de 1990 al 2008 a iluminar el mural con mosaicos a color, a lo largo de tres mil metros cuadrados, con unos cuatro metros de ancho como promedio". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Luis Millones

Nos conocimos en alguno de esos encuentros académicos (presentación de libros, exposición de pinturas o lectura de poesía) que ahora extrañamos. Apenas lo recordaba, cuando hizo memoria de que nos habíamos conocido mucho antes, cuando todavía se llamaba Abelardo Rafael Indacochea.

A riesgo de repetir lo que escuché muchas veces, debo decir que conversar con fue la apertura a universos múltiples, que surgían casi inexplicablemente de una sola persona. Porque en cada uno de los quehaceres artísticos que frecuentaba: cine, video, pintura, escritura, música, perfomance, etc., no era el resultado de una vocación directa y diferenciada: fueron parte de sus muchos intereses englobados en una visión personal. Se apropiaba de ellos para descomponerlos y privilegiar el acto de creación sobre la obra alcanzada. Se le recordará como pintor, pero Rafael razonó acerca de esa actividad diciendo: “Dibujar es subrayar ausencias, una fascinación obsesiva que repite una y otra vez los mismos gestos, pretendiendo descifrarlos y alumbrarlos desde dentro”. Más de uno de sus críticos ha mencionado que la figura humana y el movimiento fueron el eje de su pintura y el motivo que privilegió en cuadros y que se repite sin cesar en el “Mural de la humanidad” que no podrá olvidar Trujillo.

Me tocó seguir de cerca la publicación de su libro “Los diarios secretos”. Son 63 láminas a todo color, con textos, también del autor, que acompañan a cada uno de los dibujos, sin que exista relación explícita entre uno y otro. Al ser entrevistado acerca de los textos, Rafael respondió: “Son asuntos personales”. Y a la pregunta sobre sus figuras, dijo: “Dibujo lo que pienso, porque no comprendo todo lo que veo”. La respuesta completa está en el mismo libro: “¿El dibujo qué es? Decimos generalmente que se trata de un proceso de indagación de algo que llamamos convencionalmente ‘cultura’, pero esto es solamente un pretexto para interpretar la observación pasiva de algo que tiene una importancia personal, como el deseo más ardiente de un fantasma: recobrar la corporeidad y ser algo tangible, que nos devuelve por algún momento a la vida de carne y hueso”.

Compartimos con Rafael nuestro cariño por la Universidad de Trujillo. Desde su rectorado hasta sus alumnos del primer año, fue para los dos un espacio académico de amistad fraterna y de orgullo personal para nuestro artista, que recibió el doctorado honoris causa en una ceremonia muy concurrida.

Se dedicó de 1990 al 2008 a iluminar el mural con mosaicos a color, a lo largo de tres mil metros cuadrados, con unos cuatro metros de ancho como promedio. Los motivos dominantes son el mar, las aves y la siempre presente figura humana, que aparece de muchas maneras, y no faltó la presencia de construcciones monumentales que se avizoran como los remanentes de grandes ciudades, quizá en homenaje a la Huaca de la Luna, uno de los monumentos precolombinos más importantes del pasado peruano, no muy lejos de la ciudad de Trujillo.

Tuve la fortuna de participar en una de sus aventuras al exterior. Recuerdo una con especial interés porque nos llevó al Japón. Fuimos invitados a la ciudad de Nagoya, a través del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Nanzan. Su director era entonces el Dr. Takahiro Kato, que ha visitado muchas veces el Perú, y conocía la obra de nuestro amigo, por lo que quiso compartir la admiración por su trabajo.

Quiero concluir estas notas en su memoria recordando las veces en que adornó la carátula de algunos de mis libros con un dibujo a color que nacía luego de una larga conversación sobre lo que estaba investigando.

El tema era recreado en la mente del artista, y yo podía ofrecer a mi editor la futura cubierta del libro que daba un nuevo valor a mi trabajo, y que yo guardaba religiosamente. Recuerdo con especial cariño “Las confesiones de don Juan Vázquez”. Luego de trabajar el tema, Rafael me mostró la fotografía de una pintura que ya no existía, en el proceso de hacerla, sintió que los colores eran demasiado brillantes y decidió bajar su tono dejando correr agua sobre su obra, pero pidiendo al fotógrafo que lo ayudaba que pulsara el clic para perennizar la pintura cuando él le avisara. Así fue, pero no pudo evitar que el original se perdiera. No es posible afirmar que el dibujo corresponde al curandero cajamarquino que vive en las páginas del libro, pero podemos decir que toda persona con visiones sobrenaturales podría soñar con parecerse al hombre alado que engalana mi libro.

Tengo la foto enmarcada al alcance de mi vista, nada más representativo de Rafael que la historia de un brujo capaz de hacer milagros. Lo recordaré así transformando la realidad para hacerla un misterio agradable a nuestra comprensión.

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