Hubo un tiempo en que existían territorios poblados solo por mujeres. Se llamaban conventos. Aunque hoy parezca mentira, la población femenina del virreinato del Perú se mudaba a ellos en busca de libertad.
En el siglo XVI, nacer con útero convertía a las personas en mercancías. Los padres colocaban a sus hijas con un marido pudiente, al que compraban aportando una dote. La voluntad de la chica no se consideraba relevante para decidir su matrimonio y la soltería era inconcebible. Las niñas podían ser entregadas al mejor postor desde los 10 años de edad. Y con él solían permanecer hasta la muerte, que a veces ocurría a manos de sus esposos.
Escapando de ese destino, que las igualaba con el ganado, muchas mujeres vestían los hábitos religiosos. Conventos como La Concepción o Santa Catalina alcanzaban poblaciones de más de mil personas, convirtiéndose en pequeñas repúblicas independientes bajo el mando de consejos de monjas.
En esos refugios de femineidad florecían artes como el teatro o la música, se repartían las labores colectivamente y, según las protestas de algún obispo de la época, también se colaban los amantes furtivos de las monjas. No era grave quedar embarazada. A fin de cuentas, los conventos funcionaban como orfanatos.
Más de una vez, semejante derroche de libertad colmó la paciencia de las altas esferas –todas masculinas– y los conventos fueron tomados por guardias armados para restaurar el orden.
Es muy interesante contrastar estas armónicas sociedades femeninas con su equivalente viril. Esa república de los machos que es la Iglesia Católica, la cual, según vemos estas semanas, ha producido dolor, sufrimiento y abusos contra menores en todos los rincones del planeta y en todos los tiempos. Cronistas virreinales como Guamán Poma ya denunciaban las violaciones que practicaban los curas (jamás las monjas). La propia inquisición dedicaba buena parte de sus esfuerzos a las “solicitaciones”, el nombre de los abusos sexuales de sacerdotes. Cuatro siglos después, las noticias nos hablan de los cientos de menores atacados por verdaderos depredadores sexuales del clero de Pensilvania. Y en el Perú, el caso de Sodalitium sigue indignando al país.
Tan alarmante como los abusos resulta el sistema de encubrimiento, incluso de chantaje contra las víctimas, con que las autoridades eclesiásticas –todas masculinas– encubrieron a sus pederastas. Los informes judiciales de Pensilvania reportan que el Vaticano sabía lo que ocurría, y se compadeció de los abusadores, no de los abusados. El propio papa Francisco ha demostrado su hipocresía: a pesar de sus palabras bonitas, los violadores de niños permanecen en el seno de su Iglesia, y ahí seguirán mientras jueces y periodistas no hagan lo que él debería hacer: denunciarlos.
En el Perú, hemos tenido que soportar la falta de vergüenza del arzobispo de Piura, que en vez de colaborar con el esclarecimiento de los crímenes, ha demandado al periodista que los destapó, un claro intento de intimidación que obliga a cualquier persona decente a creer menos en la Iglesia Católica y más en los valientes que la acusan.
Al final, con su separación de poderes entre hombres y mujeres, con los conventos de antes y la jerarquía rabiosamente masculina de siempre, la Iglesia ha terminado por ofrecernos la mejor justificación para las cosas que aborrece, como la despenalización del aborto, el divorcio o la enseñanza de la igualdad de género. Gracias a los ejemplos eclesiásticos, ahora sabemos que necesitamos todo eso para que las mujeres no estén subordinadas al poder masculino. Porque ese poder ha demostrado su brutalidad, su insensibilidad, y que la alternativa a la igualdad de género no es la castidad y la pureza, sino la violación de niños indefensos.