La semana pasada, la (ANP) publicó uno de aquellos documentos que debería haber levantado bastante revuelo. Me refiero al informe anual que recopila los ataques a la prensa en nuestro país y que en el 2023 registró 352 de estos, la cifra más alta en lo que va de siglo o, dicho de otra manera, la más alta desde que volvimos a la democracia.

La publicación debería ser preocupante no solo para quienes nos dedicamos a este oficio, sino principalmente para quienes creemos que ninguna democracia puede existir sin una prensa libre. Libre, esto es, no solo para trabajar sin miedo a ser perseguido por las autoridades, sino también para hacerlo sin temor a recibir un cachiporrazo de un policía o una pedrada de un manifestante. Y en el Perú, tristemente, esto se ha convertido en una escena muy familiar.

Basta con ver, por ejemplo, que, de las 352 agresiones reportadas por la ANP durante el 2023, 93 ocurrieron entre enero y febrero, cuando el país registró el pico de una oleada de movilizaciones que dejó casi 60 fallecidos y decenas de periodistas heridos, insultados y amenazados por protestantes y policías. Ese fue el caso de Bryan Matías y Hernán Zavala, de Panamericana Televisión, que el 4 de enero del año pasado fueron hostigados por un grupo de manifestantes en Lima que les gritaron “¡Prensa basura!” (una frase que puso de moda el gobierno de Pedro Castillo) e intentaron golpearlos. Y el de Aldaír Mejía, corresponsal de la agencia EFE, que tres días después, mientras cubría unas protestas en Juliaca, recibió un perdigonazo que le fracturó una pierna.

También el de los periodistas Paty Condori, Percy Pampamallco, César Huasaca y Elar Flores, de Fama TV, radio Huancané, radio Sudamericana y Ojo Huancaneño, que fueron detenidos por la policía el 21 de enero pasado, durante la intervención a la Universidad de San Marcos. Y el del personal de radio San Miguel, en Puno, que estaba transmitiendo ese mismo día cuando un grupo de vándalos atacó sus instalaciones.

Las agresiones a los periodistas, por cierto, no ocurrieron solo durante manifestaciones ni consistieron únicamente en insultos, detenciones o ataques físicos. Hubo también amenazas de políticos y de criminales, acoso de portátiles, una ofensiva infatigable del Congreso para elevar las penas por difamación, una intromisión inaceptable del gobierno de Dina Boluarte en el canal del Estado y muchas, muchísimas, cosas más. Y tampoco se han terminado con la llegada del nuevo año.

En las últimas semanas, por citar dos casos, nos hemos enterado de que los periodistas Juan Carlos Tafur, de , y César Romero, de “La República”, fueron vigilados por pedido de un fiscal incómodo por una cobertura, y hemos visto al alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, despotricar contra el director de IDL-Reporteros, Gustavo Gorriti, y asegurar que la prensa en general lo critica por haber “cortado la mermelada”.

Por supuesto, uno se pregunta el porqué de estos ataques. ¿Por qué el alcalde de la capital puede lanzarle calificativos a los periodistas sin detenerse a pensar en lo disparatado que suena? ¿Por qué un fiscal puede ordenar el seguimiento de dos periodistas durante meses sin sentir vergüenza por ello? ¿Por qué el congresista Segundo Montalvo puede volver a presentar un proyecto de ‘ley mordaza’ apenas meses después de que sus colegas rechazaran uno muy parecido por lo peligroso que hubiera resultado aprobarlo? O, volviendo al principio de este artículo, ¿por qué la ANP informa que el año pasado fue el peor para los periodistas en casi un cuarto de siglo y nadie parece preocuparse por ello?

La respuesta me parece tan obvia como espantosa: porque hemos normalizado las agresiones a nuestros periodistas. Lo que es peor, llegamos incluso a aplaudirlas cuando estas caen sobre aquellos con los que mantenemos diferencias ideológicas o trabajan en un medio que no nos gusta. Y, para variar, ya ni siquiera los propios periodistas nos defendemos entre nosotros, y no solo nos quedamos callados cuando un colega es acosado, sino que no faltan quienes se suman al cargamontón.

Lo que este escenario anticipa no son más que malas noticias. Un ambiente donde se toleran las agresiones a los periodistas solo puede desembocar en una prensa débil y, en última instancia, amordazada. Y, mientras esto ocurra, mientras la ciudadanía se vaya acostumbrando al silencio, será más fácil para las autoridades pasar leyes contra la actividad periodística o acallar a quienes la ejercen. Cuando ese día llegue, ya ni siquiera habrá necesidad de advertir que estamos perdiendo la libertad de expresión; ya la habremos perdido.