Como le sucedió a Raymond Aron, a mí también me causa mucha extrañeza la superioridad moral con la que muchos intelectuales analizan los problemas nacionales. Para ellos es una estupidez que el país estuviera más pendiente del desenlace del caso de Paolo Guerrero que de los reales problemas que nos deben ocupar. Detrás de esa evidente –aunque miope– observación se oculta una procaz incapacidad para desentrañar la realidad nacional. Y es que hay pocos retratos más representativos de la descomposición de la sociedad peruana que todo el drama que implicó el caso de Paolo Guerrero.
La trama comprometía a un mercader de la política peruana que ha tenido más exposición mediática en los últimos días que en toda su carrera política insignificante –casado con una reina de la farándula local que criticaba duramente en señal abierta de televisión al desagradecido futbolista–, al capitán de la selección peruana de fútbol que después de llevarnos al repechaje tuvo que afrontar una sanción deportiva –por la sombra de un supuesto dopaje que se empeñó en negar hasta las últimas instancias–, y a su madre, doña Peta, personaje entrañable de la cultura popular peruana, que fue amenazada y extorsionada en las últimas semanas. Toda esta trama estaba gobernada por el crimen organizado que ha penetrado con inusitada fuerza, especialmente en el norte, sumiendo en permanente miedo a los comerciantes y empresarios locales. Toda la cultura del espectáculo y de la decadencia política estaba representada en el drama de Paolo Guerrero y los Acuña. Si Sófocles o Shakespeare tuvieran que escribir una pieza de teatro que represente mejor la descomposición de la sociedad peruana, no hubiesen podido escoger mejores personajes ni mejor trama que los del caso de Paolo Guerrero: crimen organizado, política, fútbol y farándula.
No es fácil para la estirpe intelectual del país aceptar la pérdida de influencia que tienen en la opinión pública. Quizá quisieran una mayor indignación sobre cómo la democracia peruana nuevamente está a punto de ser desmantelada tras un ataque a la JNJ –cosa que está sucediendo con meridiana claridad y desvergüenza–. Quizá piensan que no debiéramos ser tan cándidos como para que nos lleven de las narices con notas periodísticas tan desprovistas de sentido de urgencia mientras Alberto Fujimori nuevamente sonríe y hace política sin recato ni vergüenza, y que más debiera indignarnos que tanto la Economist Intelligent Unit como Freedom House han vuelto a mostrar cómo ha retrocedido la democracia peruana.
Y, si bien es angustiante apreciar cómo la democracia peruana va sucumbiendo en manos de un Congreso con cada vez mayor vocación autoritaria y un gobierno pelele que no tiene ningún estímulo para gobernar mejor pues no pertenece a ningún partido con alguna esperanza de pervivencia, pienso que es momento de asumir que nuestra escena política se puede retratar mejor bajo la descripción de las relaciones funcionales que tienen los mercaderes de la política que lucraron con la legislación peruana, y las mafias del crimen organizado que aprovechan el estado de permanente zozobra para gobernar en tierra de nadie. Somos más una sociedad en la que la economía de la ilegalidad y de la informalidad ha fomentado que nuestras relaciones y entendimientos funcionen con base en instituciones informales como el clientelismo, el populismo y, ahora, la crimino-política.
Durante muchos años algunas encuestas han demostrado que la ciudadanía estimaba que el gran enemigo del progreso peruano eran los grandes capitales y la concentración de la riqueza. Pero la sociedad está cambiando a pasos acelerados. La oligarquía mantiene su cuota de influencia, pero no tiene ya el peso específico de antaño y vive más aterrada de Antauro Humala y de las encuestas. En cambio, las deformaciones y la captura de poder político que están produciendo el crimen organizado y los mercaderes de la política son gigantescos. Son los poderes hegemónicos del Perú del siglo XXI. Para perpetuarse en el poder no dudarán de acabar con quien se ponga en su camino, sea la JNJ, los organismos electorales o el Ministerio Público