No deberían pasar desapercibidos de la memoria de nuestro pasado los 250 años de la fundación de la aduana en nuestro país como una oficina separada de la administración fiscal. El 2 de octubre de 1773 fue abierta la aduana de Lima, como cabeza de una serie de oficinas emplazadas en las ciudades que eran por entonces importantes focos de comercio del Virreinato. Las aduanas no solo cobrarían los derechos de internamiento y salida de mercaderías (los almojarifazgos), sino también las alcabalas o impuesto a las ventas.

Hasta dicho momento, la cobranza de los almojarifazgos había corrido a cargo de las Cajas Reales, que era la administración tributaria del Virreinato, con un régimen que podríamos llamar de “descuido calculado”, en el sentido de que sus funcionarios parecían estimar que lo que podía recaudarse en ese rubro no justificaba el gasto en que se incurriría aplicando un control riguroso. Sin embargo, el despegue del comercio que tuvo lugar a partir de mediados del siglo XVIII con el uso de la ruta naval directa por el Cabo de Hornos (evitando el transbordo en Panamá), el permiso concedido, pocas décadas después, para el comercio entre los virreinatos americanos, y la apertura de varios puertos en España y América para un comercio directo, que admitió incluso cierta dosis de mercaderías francesas e inglesas, provocó una revolución comercial, que hizo pensar a los virreyes que el campanazo para hacer del comercio ultramarino un sólido asidero fiscal estaba sonando fuerte.

Desde la primera mitad del siglo, las autoridades del imperio español habían puesto en marcha una reforma fiscal cuya estrategia consistía en la rebaja de los impuestos que gravaban a los mineros, que producían el bien exportable a la metrópolis, a cambio de apretar la mano en los impuestos al comercio, en los que se estimaba que un aumento pequeño en la tasa podía resentir un poco el consumo, pero rendiría mucho al tesoro.

Un año antes de la apertura de la aduana, el virrey Manuel de Amat y Juniet (más conocido entre nosotros por sus andanzas con la Perricholi) había fijado la alcabala en el 4% sobre el valor del producto, sumando al 2% que hasta entonces había tenido, otro 2% que se había venido pagando por la “unión de armas” (un impuesto que antaño financió la escolta armada con que se protegía al comercio de los piratas). Juzgando que aún podía darse una vuelta más a la tuerca, en 1776 la alcabala se elevó al 6%, y al año siguiente se estableció el “nuevo impuesto” al aguardiente, con una tasa del 12,5%, que fue de las mayores que se conocieron en aquel tiempo. Los almojarifazgos o derechos de aduana fueron fijados en 3%, tanto para el internamiento como para la exportación, salvo en el caso de los tejidos de lana y los esclavos, que pagaban el 5%. Fueron tarifas bajas, comparadas con las que sobrevendrían con la llegada de una independencia supuestamente inspirada en principios liberales.

La implantación de las aduanas como una entidad autónoma de las Cajas Reales vino acompañada de una administración directa de la recaudación. Abandonando la práctica de tiempos anteriores de conceder a particulares la cobranza de los impuestos a cambio del pago de una suma alzada, un ejército de oficiales reales, vistas, tesoreros, contadores, recaudadores y amanuenses surtieron de personal las oficinas abiertas en los puertos y ciudades y en una densa red de receptorías montadas en las ciudades o puertos intermedios. Buena parte de este contingente llegó desde la península ibérica con la comitiva del visitador José Antonio de Areche, quien asumió la Superintendencia de Real Hacienda para dirigir el programa de reforma.

Acostumbrados a la laxitud y la vista gorda de la era pasada, en que los arrieros indígenas eran exonerados de pagar derechos, puesto que, tratándose de indígenas, no debían otro impuesto que el tributo de su raza, los comerciantes rumiaban su descontento cuando diligentes inspectores abrían los fardos que se bajaban de los navíos o se transportaban sobre las mulas. Uno de ellos se llamaba José Gabriel Condorcanqui y pronto haría historia.

La reforma fiscal de los Borbones fue exitosa en lo económico, puesto que de la década de 1740 a la de 1780 el promedio de la recaudación anual más que se triplicó, al pasar de 1,8 millones a 5,8 millones de pesos, al tiempo que la producción minera y el comercio gozaron de una expansión similar. Más de la mitad de este incremento provino de los impuestos al comercio. Sus consecuencias sociales y políticas fueron en cambio complejas, al provocar rebeliones y descontento, que, combinadas con el frenazo del crecimiento económico que sobrevino hacia 1800, diseminó un desencanto con el gobierno español, que terminó cuajando en la independencia de 1821.

En coyunturas como la actual, en la que la reforma fiscal asoma como una de las tareas pendientes de la república, es pertinente recordar la aparición del sistema de aduanas, una de las entidades que, como la Casa de la Moneda o la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, sobrevivieron a la intrincada transición de la independencia.



Carlos Contreras Carranza Historiador y profesor de la PUCP

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