Natalia Manso Álvarez

Las estimaciones a futuro sobre la población de América Latina y el Caribe indican uno de los envejecimientos más rápidos del mundo. En 1950, las personas de 60 años suponían el 5,2% de la población latinoamericana. Sin embargo, según el informe “Envejecimiento en América Latina y el Caribe. Inclusión y derechos de las personas mayores”, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, las proyecciones al año 2100 vaticinan que habrá 38 por cada 100 habitantes; es decir, alcanzaremos un envejecimiento similar al proyectado para Europa, la región tradicionalmente más vetusta del planeta.

En el , hemos pasado de 42 menores de 15 años por cada 100 habitantes a 24 menores en el 2022, año en el que las personas de 60 años o más eran ya el 13,3% del total.

Este veloz cambio demográfico se produce en el marco del Día del Adulto Mayor, celebrado mundialmente el pasado 26 de agosto, una invitación a la reflexión sobre la vulnerabilidad económica y social de las edades avanzadas, en especial de las mujeres. En estos días hemos leído abundantes datos que sustentan esta realidad en el Perú: solo un tercio está afiliado a un sistema de pensión (INEI, 2023), el 20% no tiene ni Essalud ni SIS, el 45% presenta una o más discapacidades y, en los primeros seis meses del 2023, los Centros Emergencia Mujer (CEM) atendieron 4.807 casos de adultos mayores víctimas de violencia física, psicológica y/o económica, perpetrada principalmente por sus descendientes (Programa Aurora, 2023). Asimismo, recordemos que el 23% de las mujeres adultas mayores no tiene nivel alguno de educación y el 6% de los hombres tampoco. Finalmente, debemos invocar a que se promuevan centros de cuidado geriátrico, promoción de la empleabilidad, mejoras en la asistencia domiciliaria y la atención de los mayores en estado de abandono, así como un mejor acceso a salud especializada.

Sin embargo, quisiera celebrar a nuestros con más alegría y gratitud que reivindicación por esta vez. Nuestros mayores no son un “problema” visto como un asunto a resolver, sino que son, sobre todo, un pilar social, un soporte fundamental para las familias y un referente para nuestros niños y la sociedad en general. ¿Quién no recuerda un conflicto resuelto gracias al abuelo? ¿Quién no ha encontrado en su ‘abu’ a la persona que cuidó de sus hijos cuando tenía que salir a trabajar? ¿Quién no ha encontrado auxilio en sus fallas de gasfitería, electricidad o carpintería con alguna abuela o abuelo habilidoso? Los adultos mayores son un centro de acopio de sabiduría y conocimiento, y una fuente de cuidado y generosidad. Miremos el estudio “Trabajo doméstico no remunerado 2019″, donde se refleja que las adultas mayores dedican en promedio siete horas y 16 minutos al cuidado de bebes, niños y adolescentes, y 28 horas y 38 minutos en el caso de hogares con miembros con dificultades físicas, mentales o con edad avanzada. También, los hombres de la tercera edad se dedican a este trabajo no remunerado, pero en una proporción del 40% menos. Sin embargo, el Estado reconoce, en promedio, con unos exiguos S/125 mensuales a los adultos mayores que tienen acceso al programa Pensión 65.

No obstante, la contribución de nuestros mayores no solo es en el cuidado y las tareas domésticas. En 40 de cada 100 hogares contamos con algún adulto mayor, muchos de los que aún paran la olla. Casi el 26% de los hogares tiene como jefe a un adulto mayor; es decir, son la persona que genera más ingresos económicos y toma las principales decisiones financieras. Más aún en el ámbito rural, donde el 43% de los hogares tiene como jefa a una adulta mayor. Mientras, la otra cara de la moneda son las 36 mujeres y 17 hombres que viven solos por cada 100 hogares peruanos.

Agradezcamos, por lo tanto, el aporte de nuestros mayores al cuidado de nuestros hijos y nuestros enfermos, y reconozcamos su esfuerzo al seguir pagando las cuentas en muchos hogares. El Estado debe identificar al adulto mayor no solo como un usuario de servicios públicos, sino como un agente de cohesión social, contribuidor a la economía y actor clave para que los jóvenes puedan salir a trabajar, a falta de una red de cuidados pública de calidad que cumpla ese rol. Lo mínimo que merecen de nuestro lado es respeto, protección y servicios que les garanticen una calidad de vida digna y a la altura de todo lo que nos dan a cambio. Yo le envío un abrazo a mi abuela Margarita, ya en el cielo, a la que hoy recuerdo entre ollas humeantes y risotadas, siempre en la cocina.





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Natalia Manso Álvarez es profesora de la Escuela de Postgrado de la Universidad del Pacífico