A menos de un mes de las elecciones, el antifujimorismo se ha activado y, con ello, este clivaje ha cobrado peso electoral. Por un lado, Keiko Fujimori sigue con un tercio de las preferencias electorales, firme en la punta. Por el otro, los colectivos antifujimoristas han comenzado a organizar actividades (como la marcha que llenó la plaza San Martín hace unos días). El ánimo en la calle y en las redes sociales está igual de crispado.
En las elecciones pasadas tuvimos una situación similar. En esa ocasión, Ollanta Humala personificó el sentimiento antifujimorista. En esta campaña Julio Guzmán canalizaba parte de este ánimo antifujimorista. Tras su exclusión no queda claro quién se convertirá en el representante de este ánimo.
La posición de Pedro Pablo Kuczynski en la campaña pasada (al tratar de endosar sus votos a Keiko Fujimori en la segunda vuelta) lo convierte en el peor candidato para arroparse de antifujimorista. Alfredo Barnechea y Verónika Mendoza tienen mejores oportunidades para ser este representante.
La activación de este clivaje político no solo ha generado una división de las preferencias, sino que ha resultado en una campaña y unos ánimos polarizados. La diferencia se ha convertido en enfrentamiento. Basta ver las imágenes de las últimas actividades proselitistas del fujimorismo en que colectivos y ciudadanos en contra de su candidatura protestaron. La decisión del Jurado Nacional de Elecciones respecto a la candidatura de Fujimori será crítica, pues la denegación de la tacha puede encaminarnos a una extrema polarización.
Que existan clivajes es algo deseable para el sistema porque ordena las preferencias y facilita la ubicación de la propia posición, pero cuando esta polaridad se exacerba, las diferencias se vuelven peligrosas. Las elecciones son guerras simbólicas que pasan por el tamiz institucional.
En la campaña electoral se remarcan las diferencias entre los adversarios políticos en aras de ganar el voto ciudadano. Pero cuando los adversarios se vuelven enemigos y cuando la política entra en un terreno de ‘nosotros versus ellos’, la guerra deja de ser simbólica y puede devenir en afectos y odios irreconciliables.
Por ejemplo, un problema probable es que esta polarización agravada se exprese en el próximo Congreso. Quizá el fujimorismo sea la bancada más numerosa y que las otras compongan una oposición fuerte al fujimorismo. En este contexto, la polarización lleva a que los representantes más moderados (en ambos bandos) pierdan fuerza contra los extremistas.
La intersección política –aquel espacio donde representantes de ambos bandos se pueden sentar y negociar– disminuye. De un espacio donde se puede pensar en estrategias donde todos ganen algo, se pasa a un Congreso donde las estrategias de suma cero prevalecen. En lugar de negociar, se trata de ganar a costa del oponente.
Es más, en estos contextos, boicotear las iniciativas del otro bando se vuelve estratégico y así la negociación se vuelve imposible. Este tipo de incentivos podría llevar a un punto muerto donde ni el futuro oficialismo ni la futura oposición podrán llevar adelante reformas importantes, si las quisiesen hacer.
Es responsabilidad de los candidatos y del futuro presidente anticiparse y prevenir estas consecuencias. Si Fujimori sale elegida con una bancada numerosa, le será muy perjudicial aplicar una estrategia de pisoteo a la oposición. Esta situación llevaría a que la polarización salga del Congreso a las calles, repitiendo la crisis institucional del gobierno de su padre. Si otro sale elegido, le será muy difícil gobernar sin negociar con los fujimoristas. Si la intersección política es nula, nulos podrían ser también los resultados del gobierno que nos lleve al bicentenario.