Redacción EC

Chola. Prostituta. Buena para nada. Loca. Histérica. Pobre diabla. Ignorante. Seguro que estás con la regla. Yo sé porque no te hago el amor, pero no te lo voy a decir. No sé en qué momento me metí contigo, seguro que estaba borracho. Fea. Frígida. Esquizofrénica. Mediocre. Solo sirves para lavar platos. ¿Quién te va a querer? Estúpida. Sola te vas a quedar. Depresiva. Solo sirves para llorar. A mis hijos me los llevo. Menopáusica. Basura. Poca cosa. ¿Quién crees que te va a mantener? ¿Quién crees que te va a querer? ¿Vas a putear para comer?

¿Le parece agresivo el párrafo anterior? Algunos señores y señoras creen que no es para tanto. Que los insultos y el maltrato verbal es parte de la vida diaria, del diálogo extremo que suele haber entre las parejas. Es falta de respeto, sí, pero tampoco exageren porque felizmente no hay moretones ni empujones ni patadas. Felizmente no hay golpes, usted sabe, no hay sangre, no hay cortes, no hay muerte. No hay lesión.

Estoy espantada con todo lo que he leído en las redes y en la prensa sobre el maltrato psicológico. El discurso permisivo ha demostrado que muchos no condenan la violencia verbal, que la toleran y que ignoran las secuelas de la agresión. Basado en el poder y la dominación, los insultos buscan doblegar a la víctima, hacerla sentir tan poca cosa que termine devaluándose. Si ya es evidente la baja autoestima al aceptar insultos, imagine hasta dónde llega su degradación con los insultos. Hay solo dos camino: denunciar o morir. Por si acaso uno muere también con las ofensas. Siempre pedimos no callar. ¿Pero de qué sirve denunciar si el entorno minimiza la acción? ¿De qué sirve decir basta si un minuto más tarde te van a decir exagerada, acaso te pegó?

Hace años una amiga muy querida nos terminó confesando que su enamorado la maltrataba, que la insultaba con alevosía y ventaja. Era un celoso crónico y no solo la atormentaba con mensajes groseros, también la seguía. Ella estaba muy asustada. ¿Por qué no nos contaste antes? Le dijimos en coro. Por vergüenza, fue su respuesta. Uno de los amigos presentes cogió el teléfono, llamó al “valiente” y le dijo tantas cosas aclarándole que mi amiga no estaba sola que todos nos sentimos orgullosos de protegerla. Nunca más se apareció en escena porque sabía que ella había roto el secretismo. Hoy, cuando la veo sonreír, agradezco su confianza y no quiero imaginar hasta dónde habría llegado su agresor. Mi amiga se prometió así misma que ningún hombre volvería a faltarle el respeto, que el amor no es insulto, menos tormento. Así ha sido hasta hoy.

Por vergüenza y por temor callan las mujeres agredidas. Por temor al qué dirán. ¿Frente a una denuncia vamos a decir que se trata de un incidente menor? Me opongo, eso es tan o más agresivo.