"La caída de Saavedra marcó un antes y un después. Hizo evidente que Fuerza Popular no quería que la gestión del nuevo gobierno tuviera éxito". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"La caída de Saavedra marcó un antes y un después. Hizo evidente que Fuerza Popular no quería que la gestión del nuevo gobierno tuviera éxito". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Este gobierno se inició con gran apoyo de la población. El 28 de julio del 2016 reinaba un sentimiento de optimismo y confianza en las nuevas autoridades. No había diferencias programáticas significativas entre las fuerzas políticas más importantes, de modo que un acuerdo de fondo parecía lo más sensato y probable.

En su logrado discurso al jurar como presidente, Pedro Pablo Kuczynski revisó la historia del Perú con la expectativa de identificar los factores que retardan el desarrollo. Sus conclusiones tendrían que ser las premisas de la acción política del nuevo gobierno.

La más importante responsabilizó a la fragmentación social de las dificultades para el progreso del país. Por tanto, lo fundamental era lograr una nueva actitud entre los peruanos: “Sí a la paz, sí a la unión, no al enfrentamiento, no a la división […] quiero una revolución social para mi país. Anhelo que en cinco años el Perú sea un país moderno, más justo, más equitativo y más solidario”. Y la condición básica para que todo ello fuera posible es la lucha contra la corrupción, lograr que la ley prevalezca en la sociedad peruana.

No habiendo diferencias programáticas de envergadura entre las fuerzas políticas, se esperó una relación de colaboración entre el Ejecutivo y el Congreso. Entendimientos en lugar de la confrontación perpetua que domina la política peruana. Esta ilusión no duró mucho, pues ya en diciembre del 2016, Fuerza Popular hostilizó primero, y luego censuró al entonces ministro de Educación, Jaime Saavedra.

A cierta distancia se hace más evidente que no existían argumentos significativos para exigir la renuncia del ministro Saavedra, uno de los más populares y eficientes del gobierno. Entonces, ¿por qué la censura? Hay varias razones posibles. La primera es el miedo de Fuerza Popular a perder iniciativa política y convertirse en furgón de cola de un Ejecutivo exitoso. Una segunda razón es el deseo de venganza de Keiko Fujimori, quien ya se daba por ganadora de la segunda vuelta.

Sea como fuera, la caída de Saavedra marcó un antes y un después. Hizo evidente que Fuerza Popular no quería que la gestión del nuevo gobierno tuviera éxito. Aunque tampoco le conviniera del todo un gobierno débil, sujeto a un caos permanente, incapaz de mantener el orden.

La salida a este dilema fue una política de obstrucción que no se presenta como tal sino como de defensa de los intereses de la ciudadanía. Establecida esta dinámica, hechos nimios adquieren trascendencia, pues se convierten en arena de un enfrentamiento donde se puede ganar o perder prestigio. Entonces, el diálogo se debilita, pues lo importante no es llegar a un acuerdo que favorezca al país, sino desprestigiar al contrincante para lograr una clara primacía.

En realidad, tener un gobierno con dos cabezas es complicado. Los antecedentes en el Perú son poco auspiciosos. El Frente Democrático Nacional llegó al poder en 1945 gracias a la convergencia del Apra con otras fuerzas progresistas. Pero no hubo la voluntad de llegar a acuerdos. Primó la lógica de destruir al otro; hecho que finalmente llevó al deterioro de la autoridad del gobierno de Bustamante y a un golpe militar que entronizó al general Odría por ocho largos años.

Una situación similar se produjo en el primer gobierno de Belaunde, que no contaba con una mayoría parlamentaria y que tuvo que enfrentar a la alianza entre el Apra y el odriismo, interesados en el fracaso del Ejecutivo. El resultado de esta miopía fue el desprestigio del gobierno y el golpe del general Velasco en 1968.

En el Perú, la cultura del diálogo es muy incipiente. La imposición es la tendencia histórica. Siglos de racismo han producido brechas profundas que dificultan la cristalización del sentimiento de ser una colectividad regida por las mismas leyes, a la búsqueda de construir un futuro satisfactorio para todos. Aunque esta situación va siendo superada, es un hecho que su persistencia representa un trasfondo de animosidad que resurge constantemente en nuestra vida cotidiana. Parece haber mucho de esta situación en el enfrentamiento del ministro Alfredo Thorne, perteneciente a una familia limeña y aristocrática, con el contralor Edgar Alarcón, ex alumno de un colegio nacional.

Quizá haya aún oportunidad para lograr acuerdos que impidan que la dinámica de la agresión y la venganza terminen por socavar todo intento de gobernabilidad.