Dos calificadoras internacionales de riesgo, Moody’s y Standard & Poor’s, traen para el Perú, de manera casi simultánea, un par de notas de alarmante contraste.
Decimos alarmante contraste porque no nos sirve de mucho subir dos escalones de golpe (de la Baa2 a la A3) en nuestro comportamiento económico, cuando de inmediato se comprueba la grave debilidad de nuestras instituciones democráticas.
La nota sobresaliente de A3 que exhibe Moody’s respalda fundamentalmente los resultados del buen manejo macroeconómico del país. A la luz de la advertencia de Standard & Poor’s, respecto de nuestra debilidad institucional, ¿cuál debería ser el buen manejo macropolítico que tendrían que exhibir líderes, partidos, gobiernos y poderes públicos?
El éxito del manejo macroeconómico hizo posible que tuviéramos equilibrio fiscal y solidez monetaria, que nuestra deuda externa no nos asfixiara más, que la hiperinflación fuera un fantasma del pasado y que la confianza en las inversiones se convirtiera en una de las más atractivas y sólidas de la región.
Nos hemos interesado vivamente en que la Constitución, las leyes y las gestiones públicas de cada gobierno (desde Fujimori hasta Humala, pasando por Paniagua, Toledo y García) se preocuparan por dotar al país de reglas económicas y financieras suficientemente fuertes, evitando, en todo momento, arriesgarlas. Hasta una segunda vuelta electoral como la que llevó a Ollanta Humala a la presidencia fue objeto del compromiso político de este y de sus aliados del momento por una hoja de ruta que precisamente considerara, entre otras cosas, la defensa del modelo económico vigente.
Si el Chile pos-Pinochet descubrió la virtud de la concertación política entre socialistas, comunistas y socialcristianos, como la alternativa macropolítica que acompañaría a la macroeconomía que entonces ya emprendía con éxito, ¿qué hizo que el Perú prefiriera perderse en el abismo de la antipolítica y del antipartido?
No puede esperarse un funcionamiento institucional democrático estable cuando la delegación de poder, en su base social, desde la convocatoria a elecciones hasta la emisión del voto popular, traduce comportamientos eminentemente caudillistas, con el fantasma del ‘outsider’ presidencial rondando cada nueva oportunidad.
Las enmiendas que se hicieron en la Constitución a favor de ciertas indispensables exigencias de la economía y las finanzas del país, lamentablemente no alcanzaron nunca a aquellas que la macropolítica demandaba.
Eliminación del pernicioso voto preferencial; dotación de una representación legislativa real y no artificial, con un Senado y un sistema de distrito uninominal; democratización urgente de los partidos políticos; y reestructuración del sistema electoral para convertirlo en la garantía de control y vigilancia perdidos en los últimos años.
¿Todas estas son por supuesto tareas pendientes, pero no para que una caritativa OEA venga a asumirlas?